28 mayo 2008

Lo que no vas a ser

A veces dos exclusivos minutos le dan sentido a todo el día, o a una semana, o a las últimas quince tormentas y naufragios.
En ocasiones unos ojos aclaran el cielo más nublado del último siglo, los charcos más densos del mes y tanta lluvia.

De repente, aunque uno pueda intuirlo en breves destellos si se hubiese parado a pensarlo adecuadamente, el invierno puede mandarse al carajo en el nacimiento de un escote concreto.

Hay instantes que nos dan en todo el rostro como si nos hubiésemos golpeado contra un enorme cristal blindado y siguiésemos sonados durante un buen rato después.

A veces puedes compartir el sueño a distancia, y al despertar seguir manoseando los minutos que te separan de tus labios favoritos.

En ocasiones descubrir lo que te gusta puede mostrarte, sin querer, lo que te define y te desquicia, lo que podría ser un resumen desvencijado y extenuado en una conversación absurda en una barra de bar en mitad de la madrugada junto a una desconocida.

Hay momentos que destiñen la ciudad y la dejan desastrosa, con las calles malencaradas con el rimel corrido y gritando paranoica que no la abandones precisamente ahora.

A veces todos los hilos inservibles y desmembrados por todos lados, el mundo abierto y tantos escenarios girando a la vez se pueden resumir y acabar en el roce perfecto de una piel deseada y en unos segundos de respiraciones entrecortadas que valen por mil noches sin sentido ni destino.

En ocasiones el mundo que no tendrás entre las manos está dentro de unos vaqueros y su olor se queda entre tus dedos toda la noche.
Hay momentos tan potentes, aún sin apenas duración, tan irónicamente retardados o encaprichadamente demorados, que llevan tus ganas al borde de una azotea.

A veces, en ocasiones, hay momentos tan irremediablemente inevitables y deseables, que te desnudan de lo inservible y te muestran lo que no vas a ser.

Resonando: Los tesoros imposibles_Huecco.

24 mayo 2008

La luna con las manos frías 1.1.

Recoge la libreta de tapas negras donde escribe textos que le vienen de repente a la cabeza, como destellos en mitad de la noche, como gotas de lluvia dispersa que de repente, cuando la tormenta ha dejado de descargar, caen sobre los charcos que se quedan sobre las aceras. Levanta la vista, de nuevo, hacia esas cristaleras algo sucias y una señora camina cuidadosa en una especie de equilibrio mal calibrado entre los charcos reales que se aposentan sobre las aceras y la calzada ahí afuera, mientras sujeta un paraguas demasiado grande con su mano derecha y una bolsa donde se marcan las gotas de agua en su mano izquierda.

Esa escena le parece algo forzada, y aguanta unos segundos más en la silla, sin moverse, mientras termina de ver pasar a la señora de la bolsa, como una equilibrista novata en uno de sus primeros ensayos.

Cuando la calle vuelve a quedarse vacía, recoge también el móvil que estaba sobre la mesa y lo guarda en uno de los bolsillos de su abrigo. Sabe, sobradamente, que ella no contestará ahora, porque nunca lo hace, casi como un ritual tácito que mantienen desde aquella tarde lejana y algo bizarra en que se conocieron. Los mensajes en que sólo se intercambian un párrafo, una frase, una sensación o un puñado revuelto de ansias, no se responden de inmediato, se dejan reposar, y se responden horas más tarde, cuando ya no se los espera, llegando como por sorpresa, con otras sensaciones, otros párrafos, con un puñado de guiños implícitos y varias ansias concatenadas.

Por eso guarda el teléfono, coge su libreta y se levanta. Hace dos horas que ha terminado uno de esos turnos salvajes de más de 30 horas seguidas y aunque está terriblemente cansado y apenas puede mover las piernas con suficiente pericia, se ha detenido en este café tan pequeño y acogedor que hay junto a su casa.

Lo regenta una familia hindú, y a estas horas, normalmente, suele estar sólo la hija pequeña de la familia atendiendo el negocio, de unos veintitrés o veinticuatro años. Le conocen, todos, el padre serio y la madre alegre, la hija mayor que empieza a tener esa seriedad paterna en su forma de hacer las cosas, como si la responsabilidad probablemente inculcada año tras año desde que nació, empezase ahora, por fin, a tomar cuerpo, y en contraposición, la frugalidad profesional de la hija pequeña, que hace todo como si nada fuese importante, aunque no sea consciente plenamente de esa levedad que impone a todo aquello que toca o hace. Camina entre las mesas como si siempre sonase alguna melodía pop en su cabeza, mira a los ojos con el descaro placentero de quien no ha sido educado en una senda hipócrita de clase victoriana, toca el dinero como si no lo fuese, como si realmente tomase o devolviese piezas de un puzzle que no acaba de comprender, pero tampoco le interesa mucho, y a Bruno, esa forma de hacer, le gusta, porque cuando la observa, desde su mesa, parece que nada es lo suficientemente grave como para que no pueda curarlo la mirada negrísima de esa chica joven.

Quizá por eso le gusta este café, donde acude casi cada día. Ya le conocen, y no necesita pedir nada. Entra tranquilo, como si reconociese su sala de estar en este lugar, busca una mesa libre, preferiblemente junto a los ventanales algo sucios, y se despoja del abrigo, del paraguas, de lo que sea que le incomode, y abre su libreta. Unos segundos después, puede escuchar, de fondo, cómo la chica joven recoge unos cuantos cientos de granos de café de una de las grandes bolsas que jalonan el interior del mostrador, y cómo, acto seguido, se escucha el repiqueteo del molinillo automático triturando los granos. Unos minutos después llegarán los pasos tranquilos y musicales entre las mesas, de la muchacha acercándose para posar sobre la suya una taza y un plato verde, un pequeño cestito con bolsitas de azúcar de diferentes tipos, la cucharilla y un bombón de chocolate. La dejará sobre la mesa con diligencia y le sonreirá.

Recoge el abrigo y se lo pone. Sonríe a la muchacha que le sigue con la mirada tras el mostrador y sale del pequeño local. Desde la puerta, a miles de kilómetros de las copas de los árboles que Claudia tiene frente a sus ojos, tampoco se ve a nadie en las aceras y no parará de llover. Ya conoce la lluvia de esta ciudad. Se sube el cuello del abrigo y echa a correr. Ha olvidado el paraguas, esta vez, en la taquilla del hospital.

Resonando: La canción que acompañará a la historia.

20 mayo 2008

Ya entonces


A veces damos vueltas sobre un mismo círculo pero no somos conscientes de ello. El paisaje parece diferente, el olor, los colores, nuestras ganas, si pasa el suficiente tiempo, pueden cambiar varias veces de postura, pero seguimos serpenteando sin saberlo, o mejor dicho, sin haberlo pensado realmente porque quizá la respuesta no nos convenía, de tan imposible y certera que podía llegar a ser.

Así que aunque no lo sepa sigo transitando en ese caótico juego sin normas ni medidas intentando encontrar un sitio al que desear volver, al que en ocasiones llegué tarde, otras veces llegué demasiado pronto y otras ni siquiera acabé de llegar nunca.

Por eso dejó de importar el número de naufragios consecutivos que se sucedían y los choques frontales olvidados una milésima de segundo después de que un par de orgasmos se balancearan desinformados sobre el cabecero de alguna cama anónima. Los fondos de los vasos, las farolas disfrazadas de luna y los bordillos que marcaban el camino a casa dejaron de saber lo que contarme, mientras sin saberlo seguía macerando algo que ya estaba allí aunque no alzase la voz, desde mucho antes.

Aún a pesar de todo, todavía no alcanzo a reconocer del todo esa sensación amarga en el cielo del paladar de los fraudes mal vendidos en technicolor, el alimento ponzoñoso envasado en los malos guiones que nos educarían la adolescencia o los sueños revendidos y usados por multinacionales que no decían, ni siquiera en su letra pequeña, que acababan en un centro comercial un nublado sábado por la tarde.

Todo aquello que desde aquel momento se fue desarrollando en paralelo junto a esa existencia convencional de lo que había que hacer, que me dejaba varado a mitad de muchos caminos, que me hacía parecer un bicho extraño o que me resumía en esa etiqueta tan socorrida como absurda de "claro, como eres tan raro", me dejaba a los pies de cualquier día como hoy.

Ella no lo sabe, no se lo he contado aún, pero aunque parezca bizarro puedo asegurar que me llamó la atención nada más verla, hace ya demasiados años, o no tantos, según se mire, entre los edificios antiguos que contenían tantas clases, las estanterías enormes llenas de libros al caer la tarde y las cristaleras empañadas de los días de lluvia que hacían de horizonte entre partida y partida de mus. Pero recuerdo perfectamente que la veía de vez en cuando dentro de aquel microcosmos, y ya entonces me gustó. Ninguno sabíamos entonces que nos volveríamos a encontrar, y yo, además, ignoraba incluso que fuese a estar caminando en círculos tantos años desde entonces.

Probablemente también he llegado impuntual esta vez, aunque no me sorprenda. Probablemente tengo más círculos alrededor de los cuales seguir serpenteando. Probablemente no es consciente de que aún los detalles más pequeños, cuando los encadena como sabe hacer, tan adecuadamente, la convierten en mi paraíso secreto. Pero lo que seguro no sabe, porque nunca se lo he dicho, es que ya entonces, me gustó.

Resonando:
Nude_Radiohead
* Fotografía de Getty Images

16 mayo 2008

La luna con las manos frías 1.0.

-¿Por qué has abierto la puerta de la terraza?

Levantó la mirada de entre aquellos folios fotocopiados por las dos caras y puso una leve mueca de fastidio.

- Porque necesito esa brisa de por la mañana entrando mientras me tomo el café y leo este texto tan extraño de Bruno.

Ella devolvió la mirada a los folios sin prestar atención a nada más que a la redondeada caligrafía del papel, sin darse cuenta de que la persona que había iniciado la débil conversación se volvía lentamente después de haber seguido unos segundos mirándola fijamente. Y mientras se volvía, mascullaba algo más, como si fuesen las cáscaras arrinconadas de la pregunta inicial "pero esa canción repitiéndose una y otra vez por toda la casa...digo yo que eso si que no será necesario".

Ella agarró la taza blanca con su mano izquierda y sorbió un breve trago del café mientras el aire suave y todavía limpio de la mañana le desperezaba el cabello con cierta parsimonia. Levantó, de nuevo, la mirada, esta vez sin que nadie la interpelase, sólo para observar, desde su agradable rincón, una parte de la terraza, con sus sillas de madera alrededor de aquella mesa tan bonita de la que se había encaprichado hace dos veranos, una tarde algo boba que habían pasado ella y Bruno, revoloteando por aquel polígono ajeno de las afueras.

Dejó los folios sobre el sillón y se levantó tranquilamente. Salió a la terraza, habiendo recogido una chaqueta que se fue colocando a medida que pisaba sobre las losas frías, porque la brisa, directamente, le producía algo de frío. Sacó mecánicamente un cigarrillo del bolsillo derecho de la chaqueta y lo encendió mientras se apoyaba en aquella baranda de piedra que daba paso a un muestrario de copas de árbol.

En el otro bolsillo, como un insecto inquieto, se movió su teléfono móvil. Lo extrajo con lentitud, y vio el sobrecito que le recordaba la presencia de un nuevo mensaje de texto.

Se giró para que su voz se pudiese oír claramente dentro de la casa.

- ¡Martín, sube la música, por favor!

Nadie le contestó desde dentro, pero unos segundos después, aquella melodía que adoraba salía por la puerta de la terraza para abrazarla.

Respiró hondamente y abrió, con tres pulsaciones sencillas de las teclas, el mensaje que la esperaba. "Llevo demasiadas horas seguidas despierto. Ahora mismo, justo delante de mí, tras el cristal sucio de esta cafetería, llueve y nadie camina por las aceras que veo. Pero sé, seguro, que tú estás haciendo revolotear tus ojos por las copas de los árboles que hay frente a tu dormitorio".

Resonando: Esa canción de las mañanas sin mucho sentido.

11 mayo 2008

Esa lluvia a medias

Esa lluvia, mientras suena sin parar la canción en mi cabeza, me sorprende llegando a casa una tarde cualquiera, desgastado, en uno de esos días imprecisos en que nada parece encajar dentro de uno mismo y sin embargo nada duele, simplemente sucede, y uno, su ánimo, su respiración, parece desacompasada con el mundo, pero no importa. Camino entre la gente y me voy mojando, porque no llevo paraguas, levanto la vista un momento hacia el borde que enarcan los paraguas ajenos y pienso que debo ser el único en toda la ciudad que hoy no se acordó de cogerlo, pero aún así, no importa.

Esquivo una y otra vez a esos rostros algo anodinos que vuelven a casa, o siguen su labor mientras la ciudad se va empapando. Algunos llevan bolsas, otros maletines, ellas bolsos, algunos otros mochilas, carpetas, hay quien no lleva más que la empuñadura de ese paraguas que sí recordó tomar, y a mí me sorprende con las manos en los bolsillos, de una manera inconsciente, como si realmente ese gesto, buscase casi únicamente, abrazarme a mí mismo un poco, pero no importa.

No he apresurado mi marcha, simplemente sigo caminando por las calles, mientras sigue lloviendo y me sigo mojando, de vez en cuando alguna persona con la que me cruzo me mira con gesto de pensar que estoy loco por no apresurar mi marcha, pero se me predibuja una sonrisa en los labios al pensar, no importa, y continúo caminando. Quizá, al fondo, casi de una manera que no quiero percibir, se escucha el tráfico atropelladamente denso de los días lluviosos, pero tampoco importa.

Y mientras me acerco a mi casa, mientras recorro con pulcritud cada uno de esos gestos o sensaciones del día que no han encajado dentro de mí, mientras voy recorriendo los últimos metros antes de alcanzar el portal y mido las consecuencias de la acumulación de todos esos pequeños detalles que no han sabido encontrar su sitio adecuado dentro de mí, pienso que no importa, que apenas restan un par de metros para que introduzca la llave en la cerradura del portal y apriete con cierta desidia el botón del ascensor que iluminará de rojo esa flechita que hay junto a él, y que entraré en el elevador y pulsaré mecánicamente el piso correcto, que saldré empapado y cansado, con ciertos resortes anquilosados de mi interior, y con ganas de un abrazo caliente que llevarme a la boca, pero que abriré la puerta, y me quitaré la ropa empapada, y me daré una ducha cálida que me resarza o simplemente me deje tranquilo, mientras la canción sigue sonando, como sonaba en mi cabeza mientras llovía, mientras me empapaba y recorría uno a uno todos los detalles que no han encajado pero que, como un niño que no acaba de colocar las piezas de madera en sus huecos adecuados, simplemente las deja estar.

Yo también lo hago, he dejado estar todos esos detalles y ahora, mientras el agua caliente deshace el cansancio y llena de vaho el baño, la canción suena ya no sólo en mi cabeza, sino también por toda la casa, y en unos segundos estaré de nuevo bajo el agua, esta vez caliente, de la ducha....y mientras pienso que no importa, seguirá sonando ese estribillo entre el olor algodonoso y el vaho que va decorando con delicia el espejo.

Resonando: I love the rain_Lenny Kravitz

* Tú lo empezaste a crear con tu interpretación deliciosa y esa maravillosa frase del corazón, las heridas y los charcos. La precisión invisible de nuestros ritmos lo hace mejor. Así que gracias.

07 mayo 2008

Sigo aquí

La copa hace un ruido desleído cuando el vino se resbala dentro. Hasta los vecinos y sus manías coñazo parecen haber desaparecido hoy, como si por una vez hubiesen tenido el leve detalle de dejar que todo el silencio que se escucha ahora, permaneciese así un rato más.

Hubo un tiempo en que me descolocabas casi cada día, o a cada hora para ser más precisos de lo que pretendo. Yo me bamboleaba cada nueve minutos, a tu paso, a tus gestos, a tus frases escuetas, a tus reacciones. Iba de un lado al otro de mi barco. Si, no pretendo utilizar el posesivo en un ataque furibundo de ego, ya sabes que se jubiló muchos años antes de que ni siquiera llegásemos a intuirnos, sino que utilizo esa expresión como contraposición descarada, o como resumen, era mi barco, porque no había nadie más allí.

Pues eso, que por entonces rodaba por cubierta cada tres por tres, cuando me llamabas a cada rato para sujetarte inmensurablemente y con descaro, cuando huías entre medias, cuando callabas lo que se te podía leer en los ojos, cuando me perdía y no me encontrabas. Y a cada minuto yo rebotaba contra un lado, y al segundo siguiente salía despedido hacia el contrario, y vuelta a empezar, casi literalmente, porque durante mucho tiempo era como si no aprendiese, porque me desorientabas y podía pasar días enteros contando con los dedos las campanas de Gauss que formaban tus caderas en el aire al que provocabas orgasmos al caminar.

He abierto la botella de vino que acabo de comprar en esa tienda tan chula del centro. Lo he dejado respirando mientras ponía a descansar la corbata en ese esqueleto rechoncho del rincón, y me he lavado la cara y las manos para volver a oler ese perfume extraño que se ha quedado agarrado entre mis dedos.

He encendido ese fantástico aparatito que renové al otro lado del Atlántico y que parece adivinar, en ocasiones, lo que mejor le puede convenir a según qué noches.

He hecho resbalar el vino sobre una de esas copas que conseguí un mediodía tonto mientras un amigo y yo debutábamos en unos menesteres de los que seguimos riéndonos hoy.

He dejado esos documentos densos, que debía estar repasando ahora, sobre la mesa. He apagado las luces y he subido el volumen de la música para salir a la terraza.

Quizá todo aquello fue porque el que estaba desubicado era yo, tú no hiciste nada, al menos nada diferente, sólo estar, y yo nunca sabía leer lo que me decías con la mirada.

Porque hoy ni siquiera he notado ni una leve escoración, ni un tambaleo, ni un traspiés dubitativo o una punzada pedigüeña. Hoy no, hoy simplemente te he escuchado, sin parar, te he sonreído, me has tocado el brazo descuidadamente doce veces, me has seguido contando y un rato después me has llamado tres veces seguidas. Y yo, sigo aquí.

Será que esta vez sabía lo que ibas a decirme unas décimas antes de que saliera por tu boca. Ya lo había leído en tus ojos.

Resonando: La canción justa de ese grupo que siempre aparece cuando debe.
*Fotografía de Paul Souders

04 mayo 2008

A veces no mides

Era un juego algo chorra en su planteamiento pero curioso en sus desenlaces, de esos que se quedan dando vueltas en tu cabeza un buen rato. Quizá por eso salió todo aquello, sin medida.

Las tormentas con viento, las formas de mirar, los platos bien cocinados, una copa de vino, una canción de esas que comienzan a viajar siempre contigo, el sol en los párpados, los olores claros y deliciosos, como el pan horneándose o el café recién hecho, la hierba cortada o la tierra dos minutos antes de comenzar a llover, las piscinas vacías y transparentes o los ventanales enormes, los ojos de más de un color, la complicidad en la cama y la respiración entrecortada unos minutos antes de perder la ropa, las vacaciones no planeadas y las madrugadas que no debieran terminarse, cruzar el mundo y verlo con otra mirada, las coincidencias bien medidas y los desayunos a cualquier hora, las carcajadas en forma de hogar y la alergia a los que nunca saben nada, los recuerdos de otra forma de ver la vida y los cumpleaños iniciales, las estrofas perfectas y las caderas donde nunca se pone el sol, las duchas densas y la ropa limpia, el orden y lo oriental, el rosado espumoso y rozar la piel que más te gusta, un fin de semana por delante y la ciudad vacía como excepción, preparar un viaje, la competición compartida, cuatro amigos cantando la canción más hortera de la historia en mitad de una carretera perdida en mapas que no existen, compartir entre dos, el chocolate sin planificar, la orilla de la playa, la ironía como hábito, tu serie favorita, las sensaciones irrespirables desactivadas, la arquitectura íntima, un buen traje, la Scala de Milán y aquella escultura en Florencia....un millón de párrafos como este.

Resonando: At least that's what you said_Wilco