29 diciembre 2009

En un año cualquiera...


Nos medimos constantemente las distancias, las distancias que nos separan de o las que nos faltan para, sin saber casi nunca los azares que hay entre tanto, como si no fuésemos plenamente conscientes de la cantidad enorme de esos estados de la naturaleza que se agolpan en ese tránsito continuo. Y sin embargo seguimos, a pesar de las veces que ya lo hemos vivido, ignorando los ingredientes que se irán apareciendo sin pretenderlo ni planearlo, entre medias, aderezando esa distancia que nos resta para.
A veces todo se resume en una fría cerveza en un vaso helado a la orilla del mar en una tarde perezosa en mitad de algún verano sin ninguna pretensión, otras podría ser una carretera de montaña bordeada por montones de nieve en un atardecer temprano de primeros de enero y el silencio más absoluto a la espera de la noche de Reyes, en algunas más podría verse una acera del centro de la ciudad un día encapotado y aún frío de mitad de octubre o marzo, dentro de un puente donde todo el mundo parece haber huido a la vez, y tus pasos resuenan casi como un sordo tamborileo en las baldosas al pasar por algún chaflán resguardando tu cuello bajo una bufanda cálida, y aquellas que faltan podrían recordarse como un montón de sonidos en una tarde lenta en mitad de junio, tumbado en el césped de aquel lugar al que no vas desde hace muchos años y donde las primaveras tenían una dupla poderosa de olores y sabores mezclados entre el azar y las ganas, se podía rasgar el celofán que envolvía cualquier plan y el mundo era tan grande que cabía en una noche.

Resonando: Lonely, lonely_Feist


*Fotografía: Studio Paggy

29 noviembre 2009

Dieciséis minutos


El tipo al final de la barra ni siquiera cambió su gesto cuando él entró en aquel antro. Siguió concentrado, buscando un tesoro, quizá, al fondo de aquel vaso huérfano de un pintalabios que llevarse a la boca. Al verle tan concentrado, como si aquel líquido meloso que se amontonaba al final del cristal fuese un gran estreno mundial, o la última mujer que habría visto en bikini, solo le cupo una sonrisa tan amarga como el último sorbo que había tomado unos minutos antes en otro tugurio con la misma decoración que este, ninguna.

Pidió, casi en sordina, lo mismo de siempre, lo mismo que había tomado todo el día, toda la noche anterior, y el camarero, muy probablemente con el oído agudizado para escuchas las palabras de quien se le atragantan con el alcohol, le entendió a la primera, y unos segundos después, quizá, igualmente, acostumbrado a bregar con las necesidades más desastrosas de todos los borrachos de la ciudad, entendía desde el principio que las copas no debían demorarse más allá de lo estrictamente necesario, colocó aquel vaso de boca ancha sobre una madera que llevaba años sin ser limpiada correctamente, y volteó la botella que casi como una bienvenida denigrante, le saludaba al caer.

De fondo se escuchaba la misma música de siempre, la que había escuchado cada noche desde hacía meses cuando se ponía a caminar sin destino, o eso quería creer, sobre todo al principio, cuando reconocerse alcohólico le parecía degradante consigo mismo, y prefería pensar que era sólo una mala racha, que le puede pasar a cualquiera. La misma música de piano lento, abotargado, como su mirada a estas alturas de la noche, lo mismo que sus palabras o sus modos de sacar los billetes de la cartera, de caminar en las aceras oscuras y salpicadas de orín de ese punto de la ciudad en que parece que la vida ha mudado en algo más salvaje y a la vez más inocente.

Y al ritmo de ese mismo piano de siempre, que parecía ser el contrapunto adecuado para poder tragar el líquido ambarino que remolineaba al compás de su mano derecha mientras sus ojos, vidriosos en este punto, se quedaban como atenazados con las ondas casi hipnotizantes que producía el whisky al bambolearse en el vaso y volvía a recorrer mentalmente, casi como cada día, los mismos dieciséis minutos en que se dio cuenta de que algo había dejado de pertenecerle y ahora se acababa de quedar solo. Fueron dieciséis, ni más ni menos, los que necesitó para reconocerlo en sí mismo, reconocerse vacío, solo, desamparado, y olvidado. Y tras aquellos dieciséis minutos, supo que todo lo demás vendría de manera automática, a su ritmo, sin esperarlo ni desearlo, simplemente llegaría, como había llegado esta noche tras la del día anterior y llegaría, quizá, la siguiente, junto a esta barra de bar ajada, sucia, desastrada casi en cada milímetro, del mismo modo, llegaría lo inevitable, su completa destrucción, su aniquilación en la memoria de todos los que en algún momento le hubiesen recordado, y sería entonces, aunque él siguiese respirando, cuando podría darse por desahuciado, porque desaparecer de la memoria de los demás, es no ser absolutamente nadie. Por eso, quizá esta noche en vez de la del día siguiente, se diese cuenta de que aquello que pensó durante dieciséis minutos, finalmente, le había alcanzado. Y entonces, dado eso, era el momento adecuado para ganar, por una vez, la partida.

Resonando: atenazado a la voz de Nina Simone en Strange fruit.


*Fotografía: Vilhelm Sjostrom

22 noviembre 2009

Tres canciones


En uno de sus últimos artículos, Antonio Muñoz Molina, mientras describe maravillosamente los descubrimientos del silencio y de la atención de dos escritoras, realiza una definición cristalina de lo que acaba resultando ser nuestra realidad, la de cada uno. Dice, textualmente, que una de las escritoras, fue aprendiendo que la forma de la vida es la suma de las cosas a las que decidimos estar atentos. Siempre me ha resultado interesante, en el sentido más hedónico de la expresión, ese tipo de resortes que tienen algunas canciones, frases, sonrisas, personas, o minutos, que nos hacen fijar nuestra atención intensamente en ellos o ellas.

Hace unos cuantos días veía una película repleta precisamente de eso, detalles, que construían un universo específico y delicioso, y que gracias a mi puro desorden mental y a una pequeña conversación con otra fanática de los detalles, asociaba a otra película también repleta de minúsculos pero grandes guiños que la convierten en algo especial. Mientras tanto, otro día cualquiera, disfrutaba de tres canciones en directo que concentraban toda la atención de los pocos que estábamos allí, mientras comentaba con una amiga hasta dónde pueden llegar las casualidades que visten la tarde de un viernes de intimidad, y el frío reciente puede teñir de dulce cualquier tarde de las afueras de una gran ciudad, sin que los verdiales que sonaban como prolegómenos de la breve maravilla a guitarra y voz de después con forma de daiquiri que encajaba a la perfección, pudiesen amortiguar nada, simplemente porque a esos detalles, en esos momentos, no les prestamos atención.

Al día siguiente, tras esa burbuja en que se tejieron unos cuantos detalles dotando de más colores a una tarde cualquiera, vinieron unas cuantas horas más en que todo se desarrolló en una sala inmutable, impersonal, desvaída y que aletargaba y potenciaba los nervios a partes iguales. Mientras el mundo rodaba cansino por las aceras de un fin de semana en mitad del otoño, aquella sala parecía haberse detenido en mitad de ninguna parte, para que los seis o siete que estábamos allí tuviésemos todo el tiempo del mundo para dedicarnos a pensar en los detalles que hasta ese instante, sumaban la vida a la que habíamos decidido estar atentos. Y bajo una luz tan fría como industrial, ese mismo mundo que reptaba pesado unos cuantos metros más allá, parecía querer decir algo sin terminar de decirlo, formando una curiosa amalgama de detalles inconexos, que sin ninguna base científica, en mis labios, parecían desplegar el sabor de nuevos horizontes a la vuelta de la esquina.

Como suele pasar en la mayor parte de estas ocasiones, una vez pisé las aceras gastadas de la ciudad, recorrí las carreteras algo huérfanas de una tarde de sábado en ciertas zonas de la ciudad, y la noche se había comido al resto de las horas, ninguno de todos esos detalles que se habían abocetado en mitad de aquella sala impersonal, tuvo ningún sentido, como tampoco el recuerdo del sabor de mis labios mientras me detenía en aquello. Pero eso, supongo, conforma otra historia diferente, o, al menos, con otros detalles a los que prestar atención.

Resonando: Sweet disposition_The Temper Trap

* Fotografía: Frank Krahmer

15 noviembre 2009

La penumbra del pasillo


Un pasillo en penumbra, ese límite inconcreto que forma la poca luz que llega desde la calle, las gotas amarillentas de luz que estarcen en la casa las farolas cuando es noche cerrada en la calle, mientras tus pasos sordos se van deslizando lentamente por las láminas de madera del suelo, como acariciándolas. Un pasillo no muy largo, pero que al contacto con tus pies parece hacerse eterno, mientras mi leve sueño se amotina sobre el colchón expectante, reconociendo el resto de sonidos para poder inferir qué vendrá después. Por eso el murmullo sordo de tus pies rozando con levedad la madera me atrae, me abre el apetito mientras te detienes, sin saber dónde todavía, y leves chasquidos y roces me hacen sonreír de desconocimiento, mientras un crujido lento, agostado, de disco viejo, comienza a recorrer cada rincón de la casa, quejumbrosamente, hasta que de repente comienza a sonar una poderosa voz femenina que viene de hace muchos años atrás y que tiene el calor de una hoguera calibrada, de una manta mullida, mientras un piano hace gotear las caricias como anuncio, mientras el bisbiseo sordo de tus pies sobre la madera ya no son casi audibles, y no soy capaz de anticipar tu entrada en la habitación, que me sorprende mientras mis oídos se han unido extrañamente con mis labios al compás de esa voz oscura y anhelante que parece cantar como gimiendo en un rincón oscuro de su casa, la canción que escuchamos una noche cualquiera, aquella en que la ropa parecía haber encontrado su particular otoño donde caerse al suelo.

Y ahora, tantos años después de aquella vez en que se compuso, ahora, al ritmo de cada roce leve de los dedos en el piano, mientras esa poderosa voz camina equilibrada por la cuerda del perfecto timbre y se bambolea, desde la puerta de la habitación te veo deshacerte, despacio, ralentizando el momento, de tu ropa, igual que ese otoño de nuestros recuerdos, por separado. Cae tu ropa con la misma lentitud que si hubiese sido rodada a cámara lenta y en alta definición, mientras tu bosquejo de sonrisa me deleita por lo que significa, mientras acabas de aterrizar, como viajando desde el otro lado del océano, sobre el colchón, tu piel desnuda, tus manos lentas que se acercan a mi cuerpo sin haber llegado aún, pero a punto de hacerlo.

La voz cimbreante que habla de una fruta extraña, se demora en un equilibrio imposible, igual que mis labios alrededor de tu espalda y mis manos en tus caderas, subiendo primero para volver a bajar al mismo ritmo, mientras tu respiración consigue acompasarse, también, a la cadencia arrítmica de las notas de piano que llenan la casa de todo lo que cabe entre nuestros cuerpos a estas horas de la noche.

Resonando: Strange fruit_Nina Simone


* Fotografía: DOF Photo by Fulvio

08 noviembre 2009

Ni tampoco importa porqué


Hay ocasiones en que te asaltan certezas basadas en la nada más absoluta. Pero sin embargo, aunque eres consciente de que se sustentan en cimientos de humo, transparentes incluso, casi siempre que llegan, provocan una suave sonrisa, casi como recortada en penumbra, sobre tus labios. No son muchas, esas ocasiones, y se acumulan, por denominarlo de algún modo, siempre en épocas un poco desnudas en que por razones de lo más variopintas, el invierno parece haberse instalado no sólo en el calendario, si acaso, sino también en los bolsillos escondidos de los abrigos donde se suelen guardar las canicas de varios colores que no se enseñan a nadie, en el peso de la espalda que se queja cuando anochece y estás a punto de meterte en la cama sin un buenas noches que llevarte a la boca, o en el canturreo de los estribillos que se agazapan entre las columnas grises de cualquier aparcamiento subterráneo de los que carcomen una ciudad cualquiera.

Es en esos instantes fugaces cuando se hace más patente la lasitud algo devaluada del resto del tiempo, porque para compensar, supongo, al día siguiente, o unas horas después, se entrevera un poso de cierto desagrado con las esferas de los relojes, el tono amarillento de algunos mediodías, o el sabor herrumbroso que tienen algunos vasos de agua antes de dormir.

No importa demasiado, ni lo uno ni lo otro, porque no son más que recodos de otro tipo de senderos, anchos a veces, sombríos y serpenteantes otras, pero de largo recorrido, y eso al final es lo que cuenta para uno mismo, no detenerse en los recodos con poca sombra o rachas de viento ni en aquellos en que el sol pinta de naranja la parte interior de los ojos o te quedas detenido pensando en la divertida ironía de la frase que acabas de escuchar de alguien a cientos de kilómetros que sigue manteniendo la gracia en la forma descarnada en que cuenta algo, y que quizá no le hace gracia a nadie más, pero qué importa, reconforta reconocer cómo una misma palanca de palabras consigue abrir tu sonrisa, aunque la utilice alguien a quien ni siquiera conoces.

Amartillas el despertador con ese sonido que se escuchaba en las películas de espías en blanco y negro, ordenas el mueble donde se exponen en sesión privada los vasos y platos de cualquier menú laborable y festivo, llenas las manos en forma de cuenco con el agua más fría que consigues hacer salir del grifo, y te secas despacio el rostro en la toalla con ese olor tan cálido y agradable, dejas la luz que más te gusta mientras los números rojos se preparan en el cañón, y algo te recuerda la misma sonrisa de hace un rato, que desde el zaguán de tus ganas de otra cosa, sale hasta tus labios para decirte algo tranquilo. Mañana ya será otro momento para pagar el alquiler en forma de dolor de estómago a estas sonrisas esquivas que sólo aparecen en ocasiones, y nunca sabes qué significan.

Resonando: Out of the dark_Matt Hires


* Fotografía de Jim Wehtje

01 noviembre 2009

Noches más duras


La mayor parte de discos que uno espera con ansia, suelo ponerlos en cuanto llego a casa, con un punto de cierta ansiedad casi infantil, como cuando ibas camino del kiosco a comprar cinco duros de golosinas o de cromos cuando eras un enano, donde casi el propio proceso algo nervioso de tenerlas en la mano, de olerlas, de imaginar cómo sabrían cuando las comieses, era casi tan densamente placentero como el propio hecho. Pero hay algunos, pocos, casi sólo esos de los artistas que por algún motivo asocias a una frase de una película en la cual uno de los protagonistas le decía a otro “no te encapriches de nada que no pudieses dejar a un lado si la poli te estuviese pisando los talones”, esos discos de esos tipos que han sabido pintar con brocha y pincel la mayor parte de las madrugadas más descriptivas de los últimos quince años, esos no pueden escucharse sin más, al menos yo no, no puedes sumarlo al sonido que hace la lavadora de fondo, o distraer tu estómago mientras preparas la cena, porque son discos que sabes que tendrán muchos sabores, que tendrán diferentes cadencias, y una de ellas, tan importante como las demás, es la primera, cuando lo pruebas la primera vez, cuando empieza a escanciarse cada canción entre tus labios, en el borde de tu estómago, cuando escuchas deleitándote las letras, las estrofas que te dejan a las puertas de la madrugada, de la tuya, conducido por él. Y entre esos poquísimos está Quique González, claro. Cada uno de los que adoramos la música que hace, puede perfilar un cuadro exacto y definido de porqué, de cuándo y cómo le hablan las canciones de Quique, de qué le dicen y qué le despiertan. Por eso, para no serme infiel ni siquiera a mí, también esta vez mimé la primera escucha.

Y en esos primeros sabores, la sensación que me dejó es de volver a ver a uno de esos amigos de toda la vida a los que sin preparar nada, cualquier noche perdida en medio de cualquier calendario, y entre más copas de lo confesable y todo el humo del mundo flotando sobre algún salón en mitad de la ciudad, le cuentas y te cuenta lo que ha pasado con su vida en todos estos meses en que no os habéis visto.

Como siempre también, en todos los discos, en el primer paladeo, me enamoro de una canción, siempre e inevitablemente, me engancho a una canción, que luego se sigue quedando conmigo cuando me rozo con las demás, cuando me detengo a escuchar con más atención el resto del disco, pero invariablemente hay alguna canción que por algo, por cómo está dictada al aire, por cómo se anuda con absoluta perfección al hueco de mis rincones más inconfesables o más desnudos, me agarro a ella. En este disco, hay una novela en cada canción, hay una película y una fotografía, hay madrugadas y esquinas vacías, hay susurros y tentaciones en cada canción, hay tacto demorado en la espalda más deseable y despedidas de comienzos de siglo que todavía duelen cuando cambia el tiempo, hay recovecos que no llevan a ningún sitio, y autopistas abiertas al mundo, hay meses enteros de tu propio calendario condensados en tres minutos, y personas que nunca llegaste a conocer, hay sabores que no has paladeado y lugares lejanos, todo está lleno de noches, con lo bueno y lo malo, y admite amaneceres que comen tus ojos al mirar por la ventana

Y esta vez, como siempre, me he quedado buceando incansablemente también en una canción concreta. Porque me hipnotiza, porque esa trompeta tiene tanta melancolía que podría horadar la partida de nacimiento de cualquiera y tiene tanto erotismo que todo arde cuando se deja derretir su sonido, porque podría ser la música de fondo de la noche más salvaje a cuatro manos mientras entre los dos consigues hacer quemar las cortinas de la habitación con orgasmos, o para la madrugada más fría de los últimos siglos donde nunca acabas de encontrarte en ninguno de los rincones del pasillo a oscuras.

Es el sabor de las noches que quedan por vivir, y de todas aquellas que nunca se fueron de tu espalda.

Resonando: Riesgo y Altura_Quique González

25 octubre 2009

Un mundo de espuma y aire


Hay música que nos gusta a la primera escucha, otra que ni siquiera nos consigue horadar más allá de los primeros milímetros de la piel aún cuando la escuchemos meses y meses, y mucha otra que incluso conseguiría aburrirnos completamente si tuviésemos que dedicarle nuestra atención más allá de los tres segundos estándar en los que solemos percibirla y desecharla de nuestros oídos nada más llegarnos.
Pero, raramente nos encontramos con algo que nos arrebate sin motivo aparente, nos deje pendientes, extremadamente agarrados a una voz, a un sonido, a una mezcla complicada de explicar pero que nos atenaza, nos remueve completamente determinados resortes, una música que nos estimula los sentidos y sin embargo durante su escucha es capaz de mantenernos detenidos en ese instante, como en una fina cuerda elástica y resistente donde nos mecemos en una cadencia casi imperceptible pero que consigue, seguro, latir al mismo ritmo con que gira la tierra sobre su eje.

Y esa música, con la misma estructura extraña con que consigue colarse completamente por todos nuestros huecos y esquinas, resulta complejo de explicar a alguien que no la ha escuchado y a quien pretendes contagiar las ganas de hacerlo. Quizá acaba siendo inversamente proporcional a los grados de placer que le despierta a uno, y por eso es complejo y baldío intentar explicar con unas cuantas palabras una sensación que, a pesar del tiempo, me sigue resultando sorprendente cuando me cruzo con ella. Esa que te produce escuchar algo que consigue atraparte en una esfera gigante de aire fresco y olor a tierra mojada o a amanecer en un cabo perdido de una esquina del mundo donde se forman los chaflanes de lo que seremos mañana.

Y sin embargo, la canción con que me encontré en mitad de una madrugada cualquiera, se componía exclusivamente de dos elementos, el sonido de un instrumento muy moderno y que sin embargo suena como si llevara cientos o miles de años sobre la tierra, y una voz, una voz que seguro, que de una u otra manera, forma parte de los más ancestral de nuestros códigos, de nuestro germen, de la materia fundamental con que estamos formados, aunque no la hubiésemos escuchado nunca antes, o eso creyésemos.

El instrumento, de percusión, se creó hace apenas ocho o nueve años en Suiza, se denomina Hang (que en dialecto bernés significa mano) y está hecho de acero tratado con nitrógeno que le dota de ciertas características no sólo sonoras, sino también de comportamiento de materiales que lo hacen eficiente, resistente, dócil y suave, y sobre todo, irresistible cuando las manos lo tocan adecuadamente. Su origen y creación mantiene una mezcla de tradición antigua y de personalización completamente moderna, que resulta curioso, y que daría para otro texto. Se fabrican a mano, casi como redundancia, claro, y su ritmo es de 400 al año exclusivamente. Y en esta ocasión está tocado por un músico israelí, Ravid Goldschmidt. Y la voz, esa que contiene todos los ingredientes más atávicos y deliciosos que pueden reconocer no sólo nuestros oídos sino también el resto de nuestro cuerpo, es de Silvia Pérez-Cruz, cantante española que resulta sencillamente imposible de describir con palabras. Hay mucho que escuchar de la combinación de estos dos talentos, pero sigo enganchado irremediablemente a una canción del disco del israelí, compuesta originalmente por la cantante española, que se titula “Loca”. Y a su orilla, el mundo parece de espuma.

Resonando: Loca_Silvia Pérez-Cruz y Ravid Goldschmidt

18 octubre 2009

Estoy llegando...


Cada estrofa nos decía qué película de cinco minutos estábamos empezando a recordar, así que hiciste ese gesto que siempre hacías, con levedad, con la misma suavidad de siempre, y subiste un poco el volumen de la música dentro del coche, y mi forma de decirte gracias fue pisar con la misma suavidad el acelerador, para que entrase un poco más de viento por la ventanilla y te alborotase el pelo y empezases a reír, con esa carcajada ahogada con que reías cuando no había nada más en tu cabeza que la risa, el pelo alborotado inmanejable, con tus rizos formando la mejor montaña rusa junto a tu cara y yo imaginándome minúsculo, en un carrito deslavazado yendo a toda velocidad por tus rizos, sin la barra de seguridad, escuchando de fondo el sonido de tu carcajada y mis brazos levantados como un adolescente temerario, mientras los looping junto a tus labios se sucedían, y se intercambiaban con zonas más tranquilas al borde de tu cuello.

Te contaba esa misma fantasía mientras volvíamos a bajar un poco la música, y la neblina de un río al final de un valle convertía nuestro paisaje en un cuento de miedo, y tú me escuchabas sin mirarme, como hacías cuando algo te gustaba demasiado, fijando tu mirada al final del horizonte, como si se acabase de empapar de cola adhesiva el borde del cielo al final de la carretera, y tus ojos fuesen los encargados de que quedase bien fijado, y yo te contaba eso de tus rizos y las vueltas al borde tus labios y tu cuello, y permanecías unos minutos callada, como si todas esas frases te costase masticarlas.

Luego, cuando mis palabras se habían colado por las rendijas de la ventanilla y ya bailaban insonoras en el arcén de esta autopista, volvías a mirarme completamente mientras yo ponía caras demasiado serias para conducir y tu mano izquierda se acercaba cuidadosa hasta mi nuca, despacio, para acariciarme como sabías que me gustaba. Era tu forma de decirme que te había gustado lo que acababa de decirte.

A veces parecía que no éramos capaces de entendernos, pero resultaba muy sencillo hacerlo, simplemente teníamos que activar nuestros propios mecanismos, los que nos funcionaban a mí contigo, a ti conmigo, mientras desactivábamos todos aquellos que nos servían con el resto del mundo. Por eso los viajes largos que hacíamos en coche a veces. Porque convertíamos, casi sin querer, aquel habitáculo, en nuestro propio universo hecho de gestos, estrofas, palabras, sonidos. Porque allí dentro, tú eras mi parque de atracciones favorito, y yo tu libro preferido.

Resonando: La luna debajo del brazo_Quique González


* Fotografía de LaCoppola y Meier

11 octubre 2009

Convertirlo en acontecimiento


Sin apenas ser consciente de ello, hay días que cualquier mínimo detalle te sugiere una historia, algún párrafo. Es sencillo, en esos días, construir cualquier breve esbozo de historia a través de un pedazo de imagen, la que consigues al mirar por una ventana, al escuchar casi en un susurro un sonido o un extracto de una canción que suena de fondo en un restaurante donde comes un día cualquiera sin muchas pretensiones, un gesto con el que te encuentras al doblar una esquina más en mitad de la ciudad, o una frase que alguien deja escurrir entre sus labios a media tarde de manera casual mientras tú pasas cerca de esa boca, y que sin saber muy bien porqué, acaba mojando la parte de tu cerebro adecuada como para que consiga inspirarte una historia, pequeña, como si fuese el cabo de un ovillo de lana, y tu mente fuese capaz de inventarse el resto del ovillo sin apenas haberlo visto.

En una tarde sin ninguna exigencia de hace muchos años, de esas tardes condescendientes de mitad de octubre, como algunas de estas, en las que el otoño no parece querer llegar, mientras el sol se caía a plomo entre los edificios, y frente a nuestros ojos nada parecía tener la suficiente importancia como para ponerse en marcha, divagaba junto a una amiga sobre los resortes del deseo, y ella, quizá de esa manera algo escasa en que uno habla cuando realmente lo que pronuncia se lo está diciendo a uno mismo, me decía que para ella el deseo estaba escondido bajo la forma de las palabras, no de cualquiera, sino del modo en que alguien es capaz de contar una historia pequeña, desde cualquier cosa que haya a su alrededor. Me contaba que no había nada más sexi para ella que escuchar cómo, de la forma de preparar un sandwich, del modo en que alguien abre una mochila o un bolso, de cómo sujeta unos cuantos folios, o cómo mira el gentío que se arremolina junto a un paso de peatones en una gran avenida, otra persona es capaz de contar una historia. La miré algo sorprendido, mientras pensaba en lo que acababa de contarme, y ella, con algo de rubor, sabiendo que acababa de decir en voz alta algo de lo que ni siquiera era plenamente consciente, se estiró en aquel pedazo de césped sobre el que estábamos sentados, con todos aquellos edificios a nuestro alrededor que formaban nuestro día a día. A aquella frase le siguió un silencio confortable, donde claramente los dos masticábamos lo que acababa de contarme. Unos minutos después, ella recogió sus cosas, cerró su cuaderno que tenía abierto sobre la hierba, su bolígrafo, lo guardó y levantándose y susurrando casi a dónde debía dirigirse en unos minutos, me dijo, “lo mejor que te puedes cruzar es alguien que sea capaz de convertir en acontecimiento las cosas más pequeñas y breves de cada día”.

Hay épocas, días, semanas o minutos, a veces, que cualquier cosa, lo más insignificante, lo más breve, lo más simple, te provoca una historia, te abre las ganas de inventar un decorado que permita llegar hasta ese detalle mínimo que acabas de contemplar, escuchar, oler o recordar. Y en ocasiones, esa breve historia inventada, creada, imaginada, se queda dormida en mitad de una tarde de otoño condescendiente.

Resonando: Quemas_Deluxe


* Fotografía de Love Photography

04 octubre 2009

Como un disparo en la nuca


Tengo cierta querencia por los mecanismos que maneja el cerebro a la hora de realizar las infinitas tareas que realiza constantemente. Hace unos días leía sobre la hipermnesia (y con esas casualidades que siempre suenan algo extrañas, hoy volvía a leer en otro medio diferente sobre el mismo tema, aunque con variantes muy diferentes)que es la capacidad para recordarlo todo, hasta el mínimo detalle de nuestra vida. Hace semanas veía un documental sobre la diferencia entre aprendizaje, inteligencia, velocidad y capacidad, y eficiencia cerebral...y de nuevo días atrás, leía a Eduard Punset hablar sobre la capacidad del ser humano para caminar en círculos si no existe una referencia exógena que nos establezca cómo se configura esa línea recta. Me resultó especialmente metafórico ese artículo sobre la imposibilidad de caminar en linea recta que tenemos todos.

Cuando no tenemos referencias visuales o auditivas, somos incapaces de mantener nuestro caminar recto, vamos dando pasos, pero nuestro cerebro, para intentar mantener ese objetivo inicial de seguir hacia adelante comienza a tomar estímulos equivocados y acabamos caminando en círculos, literalmente, sin ningún destino, más que recorrer constantemente los mismos lugares, de mayor o menor dimensión, por los que ya hemos pasado una y otra vez.

En el artículo sólo se esbozaba, pero sensorialmente también nos sucede lo mismo. Si nos quedamos temporalmente sin los resortes claros y diáfanos que nos susurran de vez en cuando dónde están nuestras referencias, o es que quizá nunca las tuvimos, entonces acabamos caminando en círculos también, volviendo a los mismos lugares sensoriales donde ya estuvimos y decidimos no volver, a los mismos pasos iniciales y torpes de las primeras veces y que por nuestra escasa lucidez repentina nos volvemos a encontrar. Descubrimos los mismos errores que ya fuimos capaces de haber cometido mucho antes, y nos sorprendemos con cierto sentido de la claudicación, gritamos al aire sin sentido cuando volvemos a darnos cuenta de las heridas en los costados que ya tuvimos hace tiempo y conseguimos cicatrizar, de los restaurantes donde no había plato del día y repetíamos semana tras semana, los charcos que pisábamos sin querer y que nunca nos permitían mantener secos los pies, ni nos lo siguen permitiendo.

Pero un día eres capaz de darte cuenta, de ver esa rutina malbaratada que te ha mantenido dando pasos en constantes círculos, y lo notas como un disparo en la nuca, como un berbiquí que va horadando implacable por tu cuerpo, por tu espalda y tu estómago, y aunque no soluciona nada, al menos darte cuenta te muestra claramente lo torpe que puedes llegar a ser. Al menos te dota de la suficiente claridad como para volver a tomar, o agarrar de una vez, esas referencias que ya tenías quizá hace muchos años, en esos mismos en que sin saberlo todavía ya comenzabas a caminar en círculos, a dar vueltas sobre ti mismo. Activas lentamente esos resortes, y comienzas a caminar despacio, un paso tras otro, sabiendo, al menos, que dejas los círculos atrás, que, sea lo que sea, esta vez caminas hacia adelante, donde quiera que esté.

Resonando: Shot in the back of the head_Moby


*Fotografía de Fotog

27 septiembre 2009

De aristas y caos...

Cada cierto tiempo, sin buscarlo, acabamos descubriendo algo diferente de nosotros mismos, que quizá, en ocasiones, hubieses sospechado ya desde hace años, pero que nunca habías percibido en toda su inmensidad. Caminas en silencio, entre multitud de personas que se van cruzando contigo en una tarde cualquiera de lo que parece ser el resabio de un verano caluroso. No miras a los ojos de la gente que se va cruzando frente a ti cada pocas décimas de segundo porque tienes los pensamientos puestos en otras cosas, y caminas como un autómata, realizando de manera maquinal y eficiente los movimientos precisos para no chocarte con nadie, para esquivar a todo el mundo que camina sin ninguna prisa mientras busca, espera, piensa, miente, cree, suspira, observa, aspira, anhela, o simplemente está, allí, en esa gran avenida del centro de la ciudad que parece acoger a todo el mundo sólo un rato, nada más, para que luego desaparezcan.

Tu respiración se va entrecortando cuando comienzas a caer en la cuenta, cuando empieza a desaparecer, incluso, el rumor sordo de la avenida, los coches, las frases y conversaciones de la gente, las sirenas, los claxon, alguna música y los pasos, pero dura unos segundos, luego se retira para volver a aparecer unos segundos después, como humaradas de breve consciencia de lo que te configura lo más recóndito de lo que eres en tu forma de sentir. Miras al fondo de la calle, lejos, por encima de las cientos y cientos de cabezas anónimas, y la sombra tenue que comienza a fabricar la caída de la tarde parece haberse dado cuenta de lo que acaba de desplomarse sobre tu pensamiento, por eso se retuerce débilmente aún sobre los chaflanes y la cornisas de los edificios, porque dentro de unos minutos, unos cuantos, los habrá devorado del todo.

Nunca es tarde para descubrir realmente las propias aristas defectuosas de uno mismo, de esa forma se puede poner remedio, aunque tarde demasiado, y mientras tanto, apartarse de esas miradas que buscan, esperan, piensan, mienten, creen, suspiran, observan, aspiran, anhelan o simplemente son, para no aportar ni un gramo más de caos, a lo que ya está lleno de ello.

Resonando: Today has been OK_Emiliana Torrini

20 septiembre 2009

Qué es la tentación


Se puede intentar definir de muchos modos...pero la tentación es esto...

13 septiembre 2009

Gotas de domingo


Se hace extraño cuando vuelve a llover después de muchos días sin hacerlo. Como, si de repente, todo el mundo se viese sorprendido por algo que no esperaba, como si la tormenta, el olor a tierra mojada y los charcos que se secan inmediatamente, fuesen un aviso ajeno y fronterizo que nos obligase, mentalmente, a volver a casa.

Hace unas cuantas semanas, en mitad de una tarde cualquiera, el cielo se fue coloreando poco a poco de un gris oscuro, denso, de ese modo delicado que parece incluso pesar demasiado para sostenerse allá arriba. La playa se fue vaciando, lentamente, como si esos movimientos de las nubes escondiesen un mensaje en clave que todo el mundo parecía adivinar sin ninguna complicación. Y cuando las primeras gotas fueron mojando con suavidad pero contundencia los centímetros más allá de donde desaparece la orilla para convertirse en arena, toda la amplitud de aquella playa estaba vacía, silenciosa. Algún grupo rezagado corría con las toallas sobre las cabezas hacia las aceras del paseo, los dueños de los restaurantes se afanaban en recoger mesas y sillas, vasos usados y platos sucios, las madres y padres intentaban recoger con celeridad a los niños dentro de los coches, que se ponían rápidamente en marcha formando breves atascos para dirigirse a sus casas. Pero todo eso ocurría arriba, en el paseo, y más allá, mientras las gotas rudas y frías silenciaban la orilla, dejando, exclusivamente, como banda sonora, el rumor inconstante y sereno de las pequeñas olas que se desmadejaban al llegar a la orilla.

Después de aspirar con fuerza el aire refrescado por esas gotas, por la mezcla de salitre y lluvia sobre el mismo aire, y la visión algo desasosegante de esas pequeñas huídas y carreras, dejé la ropa sobre la arena y me metí en el agua, lentamente, notando todo el frío en cada centímetro de mi cuerpo, las articulaciones que van entumeciéndose si no las mueves lo suficiente, las manos y los pies en esa mezcla de temperatura que congela y hace arder la sangre a la vez. Y mientras flotaba a unos metros de la orilla, las gotas comenzaron a caer con más fuerza y los pocos rezagados minutos antes desaparecieron completamente de la visión desde aquella posición. No sé cuánto tiempo estuve dentro del agua, supongo que hasta que mi piel no pudo más y me gritó que saliese. Tomé la ropa de la orilla, que gracias a la densidad y fluidez de la lluvia se había empapado completamente, me la puse sin notar ningún cambio de temperatura, y caminé despacio hacia casa. Miraba, atento, a mi alrededor, pero no se veía a nadie. Las mismas aceras y calles bulliciosas de esos días, de repente, en menos de media hora, se habían vaciado completamente, y parecían guardar un ajeno y antiguo silencio.

Hace unas horas, el cielo ha descargado una lluvia pausada y engordada, aunque durante muy poco rato, al otro lado de la ventana. Hay un silencio antiguo, ajeno, y a la vez sereno y mudo, que rodea las mismas calles y parques donde revolotean niños, padres y madres, parejas y grupos, todos estos días a cualquier hora en que el sol no pegue de plano.

Escuchar ese silencio que sigue a este tipo de lluvia, es la mejor manera de escucharse a uno mismo por dentro. Sólo se escucha la verdad, desnuda y acerada, única. La verdad que cada uno arrastra entre sus dedos.

Resonando: Cuanto más me sujetas_Bebe


*Fotografía de Comstock

02 septiembre 2009

Hedonismo para la vuelta

Hace unos meses, una revista de neurología publicaba un estudio sobre el placer. No era un gran estudio ni ofrecía información nueva, ni pretendía descubrir al mínimo detalle los resortes que proporcionan placer al ser humano, ni nada de grandes dimensiones. Buscaba, exclusivamente, encontrar qué receptores de la piel eran los responsables de enviar al cerebro información de placer tras recibir roces, contacto, a diferentes velocidades y distintas intensidades.

El resultado no es demasiado sorprendente, ni pretende dar un vuelco a ninguna teoría suficientemente bien asentada en esas áreas de conocimiento, pero desmenuzando los detalles de los resultados, sin saber muy bien porqué, encontré cierto interés en ello.

El estudio encontraba los receptores precisos que recogían convenientemente esa información que traducían en placer al enviársela al cerebro, pero la traducían sólo y exclusivamente si el estímulo llegaba de una determinada manera. O sea que estos receptores Táctil C (su denominación exacta) son una especie de examinadores hiperexigentes que si no les das exactamente lo que quieren y como lo quieren, no hacen su trabajo. Parece que hay partes minúsculas de nuestro cuerpo mucho más exigentes que nosotros mismos como un todo, eso tampoco es una novedad. Pero esos estímulos, además de que fuesen como lo pretenden estos receptores, estaban tamizados, a posteriori, ya por el cerebro, por nuestra experiencia anterior y por las circunstancias sociales en que estemos recibiendo dichos estímulos, en definitiva, un agregado amplio de variables que convierten el placer casi en una casualidad, a priori.

Y de ahí, como suelo tender a mezclar lo que se me va ocurriendo, pensé en la famosa pirámide de Maslow, y en qué escalón de la misma se encuentra el placer (en concreto ese placer que enmarcaba el estudio). Si se trata del primero de ellos, el fisiológico, resulta que en muchas ocasiones se requiere de elementos de escalones superiores (social, estima...) para obtenerlo, pero conociendo lo que produce el placer en nuestro cerebro, en nuestro bienestar y en nuestra tranquilidad y equilibrio, tampoco puede reducirse al tercer o cuarto escalón de la pirámide. Y así, utilizando mi deducción de andar por casa sin pretensiones nada más que personales, parece que el placer va entreverándose inevitablemente por todos los escalones de la pirámide, sin excepciones, de modo que no somos nada sin placer, tampoco.

En semanas como estas, donde se suelen mezclar el sonido del mar rompiendo lentamente contra la arena, aeropuertos lejanos, billetes en la maleta, y horizontes repletos de hedonismo, siempre es bueno saber que a pesar de pirámides, circunstancias sociales, experiencias pasadas o estudios minúsculos, una caricia de 1, 3 o 10 centímetros por segundo sobre la piel (en cualquier parte del cuerpo), nos produce mucho placer. Ya lo decía al principio, nada nuevo, pero las caricias adecuadas, aunque a veces lo olvidemos, son parte de nuestra nutrición más hedonista. No todo está perdido al volver a la rutina, sólo hacen falta caricias.

Resonando: Postcards from Italy_Beirut

20 julio 2009

En septiembre


En septiembre.....más, mientras tanto, disfruten de todo lo que quepa en los ojos, las manos.....

Resonando: todo lo que cabe en un mp3

12 julio 2009

Un momento sólo...

Será sólo un momento, lo que tarde en darme la vuelta sobre el colchón envenenado, a estas alturas, para el desguace. Será sólo un momento, lo que tarde en desenmarañar mis dedos de aquella batalla de cremalleras rasgándose y susurros. Será sólo un momento, lo que tarde en descontar los calendarios que se fueron acumulando sobre aquellas copas vacías que no escondían nada, ni siquiera mi voz. Será sólo un momento, lo que tarde en desenredarme de las carcajadas y la intuición, para volver a descreer en algún rincón con espasmos violetas, cruzando las ventanas.

Y no llevará más que un momento, un instante que gira formando volutas alrededor de un minuto extraño, el que hizo explotar todo, el que duró lo que duran las cosas que siguen doliendo cuando cambia el tiempo, cuando se caen las banderolas en los pueblos tras las fiestas, al acabar un verano cualquiera, una semana más, otro día sin contar.

Y no llevará más que un instante, un momento que se vuelve a repetir como esos recursos con nombre francés, que dicen que son engaños de la memoria, del cerebro, todo eso que no quedará cuando ese minuto extraño termine de girar en su propia espiral insidiosa, que no se detiene todavía, pero que sólo durará un momento más.

Todo tiene un momento, su instante, su segundo o minuto extraño, su esquina tras la que no se volverá, la estación abandonada, el círculo concéntrico terminado, las avenidas que terminaron de cruzarse, por el lado más peligroso y alejado del paso de cebra, los párrafos aglomerados en el estómago, las palabras que se perdieron en un día de vendaval, y que cruzaron el océano de varios meses para prenderse fuego una tarde cualquiera en que no podía esperarse nada y sin embargo llegó ese minuto extraño que lo cambió todo.

Sólo será un momento, lo justo para terminar de embalar, para terminar de contarse las cosas que uno se tiene que contar, para no volverlas a decir, ni volverse a tomar demasiado en serio nada que pueda durar más allá de lo que hay al borde del colchón y que siempre lo pueden esconder unas caderas del fin del mundo. Será sólo un momento.

Resonando: Reloj de plata_Quique González

05 julio 2009

Algunas mesas sin limpiar


Un taxi que no sabe girar, una canción que no se ha escrito, una forma diferente de llorar a mediodía, los poemas que se escriben en mesas de blackjack, las aceras que no se pueden pisar, los aviones que siempre vuelven al mismo sitio, los colores que no se pueden explicar, una noticia en el telediario que nadie se cree, un olor colándose por la ventana y quedándose a dormir toda la noche, los enemigos que nunca declaran guerras ni muestran su rostro, las colmenas que aparecen en cada farola, las ciudades donde no cabe nadie, los supermercados sin estantes ni luz, los llantos de bebés que no saben sonreír, los terremotos que sólo siento yo, los temores que no tiene nadie, las palabras que suenan a cine clásico y a canciones baratas, los talleres donde se reparan costados y tristezas, las perezas amontonadas entre la ropa por planchar, las canchas de deporte donde nadie corre para no llegar demasiado pronto, los puentes donde hace demasiado calor para dormir, y las ventanillas llenas de vaho, cambiarse de ropa para no tener que cambiarse de ganas, serenatas de otros como recién casados, dudas que nunca tienen opción C, frases que arañan los labios y se derrumban contra el suelo, organizaciones sin objetivo pero repletas de gente, miradas que venden muy baratas sus miserias, susurros que se quedan en el aire y nadie recoge, la hora punta en mitad del desierto, los burdeles sin neones y a la luz del día, los surtidores de gasolina en medio del verano, un armario lleno de ropa que huele a naftalina, vendedores en mitad del otoño, cantantes que no se saben los estribillos, mujeres que visten sin ropa, sentencias que no se llegan a firmar, deudas mal hipotecadas en un sábado por la tarde, una televisión encendida que no mira ninguno de los dos, la cena fría, un espacio muy pequeño que parece gigante, la temperatura tan gélida en mitad de julio, un cumpleaños olvidado, un mensaje que nunca llega, teléfonos ardiendo, restaurantes sin plato del día, correspondencia sin sellos, murmurar por no callar, los recuerdos que tienes que anotar, los pájaros que se pierden en cualquier avenida, las cuerdas de tender, la ropa sin lavar, el sueño que no tuvimos, las ganas dejadas a plazo fijo, una caña sin aperitivo, un domingo lluvioso, unas vacaciones sin planes, una fiesta sin guardar, no haber nacido para ser el que se queda con la chica. Y todo lo que puede convivir en tu cerebro mientras no observas nada, mientras atardece y se hace de noche, mientras no eres capaz de hacer nada más.

Resonando: Nefertiti blues_Rebeca Jiménez


*Fotografía de Jim Wehtje

27 junio 2009

De intensidades

La intensidad, casi siempre, se lo lleva todo, como una tormenta brutal, como una inundación que cae desde la ladera de una montaña a cuyas faldas se asienta el pequeño pueblo. Por eso es necesario que tenga el espacio suficiente, el adecuado, y que los que se volteen con ella, fluyan sin nada más, simplemente se dejen llevar y no haya ni una sola piedra en los bolsillos, ni nudos en los costados, ni deudas impagadas. Esas intensidades construidas con las piezas correctas, se deshacen, como todas, pero lo hacen tranquilamente, en una orilla donde comienza otra cosa, la que sea, y uno, en mitad de esa orilla, sonríe lentamente por el viaje, por el recorrido tumultuoso y desaforado desde la ladera umbría hasta la playa caliente y arenosa, como si hubiesen pasado varios otoños entre tanto y nuestro cuerpo se hubiese nutrido exponencialmente en esos meses de lo preciso, lo que dota de energía, potencia, salubridad, paz.

Pero hay intensidades que se envenenan, esas que nacen sin espacio, con bolsillos repletos y costados sin restañar, con multihipotecas y relojes marcando horas inexactas. Esas explotan, se retuercen, te devoran, no hay espacio suficiente, y eso las vuelve más salvajes, como los animales encerrados, salen por donde menos lo esperas, pero salen. Porque las tormentas, aunque sea a espasmos, buscan su salida, y uno debería ser consciente desde el principio que tendrán su instante, su momento exacto en que revienten, ya saben, pura física, presión...porque casi todo tiene su similitud en la naturaleza, en fenómenos científicos, reacciones químicas, comportamiento cuántico o teoría de juegos, de cuerdas, del caos o sistemas evolutivos. Todos somos lo mismo, y eso ya debería darnos pistas sobre las posibles sendas que pueden seguir las cosas, aunque nosotros estemos metidos de lleno en ellas, a fin de cuentas, somos física, reacciones químicas, evoluciones de las mismas piezas. Transitamos en constantes juegos de suma cero, con equilibrios perfectos o en permanente desequilibrio sin que Pareto pudiese hacer nada por arreglarlo, con decisiones irracionales que desmontarían cualquier modelo económico de comportamiento, nos columpiamos en la teoría de cuerdas, y así lo abarcamos todo.

Y sin embargo no hay nada más aburrido que estar demasiado alejado durante demasiado tiempo de la intensidad, ni nada más peligroso que no saber salir de ella, de nuevo, puro método aristotélico. Por eso, en ocasiones, uno se pregunta a sí mismo, al mirarse en el espejo cualquier madrugada huérfana en la que la temperatura desquicia los sentidos y antes de ir a dormir, “entonces ¿en qué quedamos?”. Y Aristóteles, Pareto, Hawking, Scherz y Schuarz, Schrödinger y todos los demás suelen montar fiestas en la azotea mientras los demás apagamos la luz esperando que esta vez, la intensidad no nos devore completamente.

Resonando: Un día normal_Carlo(Baldo remix)

21 junio 2009

Para dormir conmigo

Encontrarme con la ciudad recién amanecida al volver desde algún lugar que estaba cerca pero parecía lejano, siempre me produce sensaciones parecidas. A veces es un simple ronroneo de paz al encontrar, de nuevo, las siluetas reconocibles de los edificios de siempre como recubiertos de esa luz entre gris y violeta de las primeras luces, a veces es un suspiro de tranquilidad cuando descubres que eso oscuro y mal digerido se ha agotado y puedes volver a empezar desde cero en algún lugar cualquiera, y en otras, escasas, raras, pocas, sales como otras muchas veces, de la lentitud exasperante de esos túneles que horadan toda la ciudad, y te descubres en el espejo del retrovisor con una sonrisa sencilla, simple, limpia, que esconde miles de palabras, sonidos, susurros, caricias, olores, sabores, y alguna cosa más, que quizá, en estos tránsitos extraños que tienen los días laborables y las fiestas de guardar, no vayan a evolucionar a ningún lugar reconocible o inferible, que se deshagan como el nudo de una falda o el sonido de las yemas de los dedos en la parte interior de los muslos, pero que te llena el alma de sonrisas sin objetivo concreto ni buscado.

Y son precisamente esos instantes precisos y demorados, aunque breves, donde se descuelga la sonrisa sin pretenderlo, donde el paladar y los labios siguen teniendo un sabor exacto, cuando todo parece diferente, con ese rasgo peculiar que tienen las cosas que significan algo, aunque se hayan repetido en más ocasiones. Porque a veces, una repetición concreta, precisamente esa, parece diferente, aunque uno sea incapaz de explicarlo razonadamente.

Subes el volumen de la música, dejas que el aire que refresca la calzada ardiente de unas horas antes y de algunas pocas después se cuele por todos lados aunque eso signifique quedarse helado, porque a fin de cuentas es sentirse vivo, sin más explicaciones. Y las calles casi vacías que no se han desperezado aún, con restos mal digeridos de personas ausentes que no saben cómo volver a casa otra vez, parecen mucho más limpias, aunque no lo estén.

Las sábanas que no vas a utilizar en unos cuantos meses parecen más suaves aunque lo fuesen mucho más con el tacto de las caderas que memorizan tus dedos todavía, miras levemente hacia el final de lo que hay al otro lado de la ventana, sonríes de nuevo y su sabor y su nombre se instala en tu paladar, para dormir contigo.

Resonando: Lights out_Santigold

14 junio 2009

Concierto de susurros

Un paso después de otro, despacio, sin ninguna prisa, en una noche como esta, demorada y suave, donde se han deshecho los relojes como en el famoso cuadro de Dalí, donde nada tiene más importancia que lo que podría suceder al final de este corredor ancho, de paredes translúcidas, hechas de finas varas de bambú y seda tras las cuales, en ocasiones, se escucha el aliento sordo de alguien tomando un té, o una piel que es rozada, un kimono que cae al suelo y entona un bisbiseo asincrónico que sale sin querer hasta el pasillo por donde ella camina. Ella escucha ese sonido amortiguado de la tela de seda que roza el suelo de madera, y a su mente vienen diferentes imágenes como metáforas de ese sonido, como representaciones de lo que puede estar sucediendo tras esas paredes endebles y elegantes, imagina unos dedos fuertes y delicados a la vez que han deshecho el nudo que mantenía en su sitio el kimono rojo de alguien y lo han hecho caer despacio, como hojas desde la copa de un árbol en mitad del otoño, rozando con esmero y cuidado los listones anchos de madera de cedro mientras la piel de la persona que unos segundos antes sostenía con su cuerpo esa tela, se eriza ahora mientras observa cautivada el movimiento lento y suave, pero decidido, de las yemas de los dedos que comienzan a tocarla, y ese roce también saldrá, sin querer, al pasillo ancho por el que ella camina ahora, hacia el final del mismo, marcado como un faro en mitad del océano, con un pequeño farol de pantalla rojiza que extiende una luz tenue y suave por los alrededores de la puerta que vigila.

Ella sigue caminando, y su imaginación y su oído, al ir recuperando y almacenando todos esos susurros que ha sido capaz de recoger a medida que daba sus pasos, la han hecho aumentar el ritmo de su respiración, en una mezcla extraña de nerviosismo inesperado y una dulce anticipación de lo que puede haber al otro lado de esa puerta leve, formada por perfectos rectángulos que forman las diferentes varas de bambú al sostener con suma elegancia la tela sedosa que amortigua la luz, débil, que se puede percibir al otro lado, mucho más débil que la que estarce con cuidado el farol delicado en aquel rincón a la derecha de la puerta, y de la que tan solo dos o tres pasos le separan.

Se detiene cuando está a tan sólo un paso de la puerta. Es capaz de escuchar, por encima de los pensamientos que ahora mismo casi colapsan su cerebro, una débil canción al fondo, quizá en la misma estancia donde al pasar por delante escuchó caer la seda del kimono al suelo, ese mínimo concierto en estéreo que la tela y las respiraciones entrecortadas, y el roce de la piel, de diferentes pieles, generaba a su alrededor. Intenta calmar levemente su respiración, que se ha acelerado a medida que intentaba imaginar lo que habrá tras la puerta, cómo sonará la seda de su kimono cuando caiga al suelo, o el susurro entrecortado que quizá se escape entre sus labios en unos minutos, o el ritmo asincrónico y despiadado que atravesará su garganta cuando su piel se roce sin mesura con la piel de quien está al otro lado de esa puerta, esperando, sobre el suelo, a que ella mueva cadenciosamente su brazo izquierdo para que la lámina ligera de bambú y seda, vaya abriéndose hacia la derecha y la luz débil de varias velas sean lo primero que descubra en aquella estancia como de sueño, donde alguien a quien reconoce perfectamente, acaba de levantar su cabeza y dejar sobre una pequeña mesa de piedra la tetera desde la que ha llenado dos pequeños vasos de barro, y con sus ojos ardientes, la mira, demorándose en sus labios, para decirle, sin ninguna palabra que la confunda, que dé dos pasos más, hacia adelante, hacia el momento en que sus kimonos comiencen el concierto de susurros.

Resonando: Exiled manta mix_Tripswitch

07 junio 2009

Como nadie...


No había mucho más que decir, por esa simple regla en que si lo que vas a decir no añade nada, mejor no lo digas, por eso nos miramos de ese modo, no hacía falta decirnos nada más. Tus ojos estaban llenos de curiosidad, los míos de sonidos que mi imaginación había jugado a reproducir, tu sonrisa lo definió perfectamente, mientras te girabas a coger algo. Yo también sonreí, mientras no me mirabas, incluso es probable que se me descontrolase alguna pequeña carcajada, mientras ponía un billete gastado sobre aquel mostrador tan moderno y la chica al otro lado de la barra se preguntase, de repente, porqué mi gesto era tan risueño y a la vez tan íntimo que no podía descifrar. Tú volviste desde el fondo, y te apoyaste, de espaldas, sobre la barra, muy cerca de mí, tanto, que nuestros brazos se rozaban, nuestra piel acababa de debutar en el arte de rozarse una contra otra. La camarera trajo unas cuantas monedas que sobraban y las dejó delante de mí, y volvió a mirarme a los ojos, detenidamente, como si pretendiese averiguar la razón de aquella sonrisa inconsciente y el brillo en las pupilas, pero debió darse por vencida, o se dio cuenta de que tus labios se acercaban a mi cuello de manera muy lenta con la excusa de decirme algo al oído, un susurro que alimentó exponencialmente alguno de los sonidos que mi imaginación había ya probado a inferir....”vamos a bailar...pero no me toques como cualquiera...agárrame como nadie...”. Me di la vuelta, poniendo delante de mis ojos aquella burbuja oscura y psicodélica que formaba la zona donde múltiples cuerpos se retorcían al ritmo de aquello que sonaba por todas partes. Te cogí de la mano y nos metimos entre la gente, apretándote más fuerte a cada paso que dábamos para no perderte entre la multitud que se retorcía sin pensarlo, que dejaba su mente flotar entre las luces estroboscópicas a ratos blancas, a ratos azules, a ratos cambiando a una velocidad intensa entre el azul, el blanco, el rojo, una y otra vez.

No sabía dónde detenerme, tenía y notaba tu mano entre la mía, eso era suficiente como para que no importase dónde detenerme, sabía que tú estabas a mi lado, y a cada paso que dábamos, nuestro pulso crecía en intensidad, en ritmo, por lo que incluso era divertido seguir dando algún paso más entre esa atmósfera algo recargada de noche elástica. En un punto inconcreto de aquel lugar, mientras una guitarra eléctrica comenzaba a sonar agresivamente, y una voz femenina hablaba de esconderse tú diste un tirón suave a mi mano, para que me diese cuenta de que querías detenerte, y me giré buscando tu mirada, que al encontrarla, ya estaba completamente pintada de algo inconcreto que no supe describir, pero me gustaba. Tu cuerpo, al mismo ritmo de la música y de la luz estroboscópica, comenzó a deslizarse por esa noche elástica en que parecía haberse convertido el mundo dentro de aquel lugar, y yo le seguí, buscando la manera, siempre, de agarrarte como nadie, como me habías pedido, como mis dedos sabían recorrer la tela de tu blusa, las palmas de mis manos el arco de tu falda, mis brazos tu cintura y mis labios el resto de ti...para seguir en otro lado...

Resonando: Hide the bitter Placebo_Kosheen & Placebo (Mash-up con Hide you & The bitter end)

Fotografía: John Foxx

31 mayo 2009

A medio dormir...

Se revuelve en el cielo del paladar ese sabor amargo que tienen los tragos que dejan el vaso de boca ancha casi vacíos, y el líquido pesado va recorriendo tu garganta a la velocidad de la luz mientras al fondo, en un escenario muy pequeño y demasiado oscuro para un lugar completamente negro como este, un tipo sin cara de ser alguien especial comienza a soltar algunas frases que acompaña con la guitarra y se convierte de repente en el tipo más estupendo de cuantos recorrerían cualquier madrugada como esta con el abrigo preparado para arropar a quien lo necesitase.
La mujer con el tatuaje en el hombro sirve la última copa y espera, en un rincón de la barra donde no llegan las luces, a que el tipo más solitario de la ciudad por fin se anime a sacarla a bailar, aunque siempre ha odiado mover su cuerpo a un compás diferente al que puede recrear un par de manos y unos labios en el cuenco delicado que forman sus clavículas cuando su ropa ha buscado dónde pasar la noche entre las láminas de madera que hay junto al armario.
El tipo más solitario de la ciudad anuncia vacaciones pagadas en el borde de su propio acantilado sin reserva ni descuentos, mientras se derriten sus ganas de levantarse de la silla al ritmo de los cubitos de hielo en alguno de los vasos que han probado sus labios esta noche, y el sonido de las trompetas al final de aquella canción siempre consigue convencerle de que con el tiempo suficiente, cualquiera es capaz de quedarse colgado de los ojos más intensos de cualquier ciudad sin arrabales ni pasos de cebra.
El chico tímido acodado en el taburete que canta mejor de lo que sueña, suelta otra de esas frases que retumba por todo el local con más potencia que los suspiros de cualquiera de los presentes al apagar la luz cada noche, y sin saberlo espera terminar esta función, con algún átomo de energía más que ayer, quizá lo suficiente como para acabar vomitando las ganas de ella en la primera baranda junto al puerto que encuentre de camino a anteayer.
Y mientras todo esto parece el único guión posible de esta noche, tus ojos se humedecen con los violines que prometían inviernos ardientes y veranos vestidos de carcajadas, los calendarios que esquivaron las madrugadas de los viernes, la piel que se cuarteaba cuando no la tocabas y las sonrisas que se quedaban colgadas en mitad de cualquier avenida entre camisas de trabajar y pantalones con los bolsillos retorcidos.

El mechero en el bolsillo izquierdo, y un paso después de otro, como si no hubiese mañana teñido de ayer y hoy fuese una ilusión a medio dormir.

Resonando: Song for a friend_Jason Mraz

23 mayo 2009

No te salves

Una amiga a la que aprecio cada día más, y que cada vez está más cerca aunque a priori parezca que no, y que tiene esa capacidad para hacer las cosas precisas en el momento adecuado, para acertar, para estar cuando debe, me envió algo el otro día que sin ella saberlo, era tan certero como suele ser ella.
Esta semana ha sido muy intensa, como lo vienen siendo desde hace unas cuantas, han cambiado muchas cosas a mi alrededor aunque parezca que todo sigue estando igual, he empezado, de nuevo, a hacer algo que no pensaba tener que volver a hacer, y de un modo particular, tengo que volver a aprender algo que ya creía saber, y sin embargo he desaprendido en los últimos meses. Pero además, el mundo se ha hecho un poco más oscuro porque se ha marchado Benedetti. A priori, todo esto no tiene ninguna relación entre sí, y desde fuera, muy probablemente no lo tendrá, incluso no tendrá ni sentido si habéis llegado hasta aquí leyendo. Pero prometo que íntimamente, sí lo tiene.
No voy a descubrir nada que no se sepa de sobra si hablo de Benedetti, así que ni siquiera lo intentaré, sería pretencioso. Tuve la suerte de verle hace años, en una charla deliciosa que dio en un lugar en Madrid. Tuve la suerte de que mientras caminaba hacia el lugar, unas calles antes de llegar, y tras girar en una esquina, me crucé con él. Ya era muy mayor, caminaba despacio, pero parecía lo que sin duda uno imaginaba al leerle, alguien en paz y sin embargo siempre inquieto con el mundo.
Le descubrí hace muchos años con su “Primavera con una esquina rota” y pasado el tiempo, su libro de poemas “Insomnios y Duermevelas” acabaría dando nombre a este sitio. Y por ese cúmulo de casualidades que a veces tienen los días, las respiraciones, los rincones y las horas, mi amiga me envió uno de sus poemas. Justo ahora, podría haber elegido muchos otros de él, pero este es justo el que debía elegir.

NO TE SALVES
No te quedes inmóvil

al borde del camino

no congeles el júbilo

no quieras con desgana

no te salves ahora

ni nunca
   
  
no te salves

no te llenes de calma


no reserves del mundo

sólo un rincón tranquilo

no dejes caer los párpados

pesados como juicios


no te quedes sin labios

no te duermas sin sueño

no te pienses sin sangre

no te juzgues sin tiempo



pero si
....pese a todo

no puedes evitarlo
 y

congelas el júbilo

y quieres con desgana


y te salvas ahora

y te llenas de calma

y reservas del mundo

sólo un rincón tranquilo

y dejas caer los párpados

pesados como juicios

y te secas sin labios

y te duermes sin sueño

y te piensas sin sangre

y te juzgas sin tiempo

y te quedas inmóvil

al borde del camino

y te salvas
           
entonces


no te quedes conmigo.


Resonando: No te acuerdas de mí_Javier Álvarez

17 mayo 2009

Sin volverse loco

La torre del reloj manda los ecos de una hora indecente, de esas en que se abren las carnes de la madrugada para encontrar perfiles blancuzcos de amanecer. Y me sorprende, como últimamente pasa a menudo sin pretenderlo, mirando las copas de los árboles que retozan despreocupadas cualquier día en que la brisa decide trasnochar un poco más de lo habitual.

El humo de un cigarro se columpia en ese nudo absurdo que ha alquilado una parte de mi estómago por tiempo indefinido, y las yemas de los dedos vuelven a tareas que no quise volver a tener, recordar el tacto que borre otros tactos en un colchón desconocido donde habita alguien que busca exactamente lo mismo que mis manos, el olvido permanente.

Hay noches en que siempre es más sencillo hacer lo que uno no debe, que asumir el silencio que cabe entre las sábanas donde se ha demostrado que puede vivir un mundo con forma de mujer y maneras de mi propio deseo. Así que la boca ancha de un vaso es la excusa perfecta para soltar la frase adecuada en el momento adecuado, y los ojos de alguien que no sabía nada se incendiaron como los bajos de algunas cortinas en la mente de mi próximo verano, y sólo hubo que pensar seriamente en el camino que costaría recorrer hasta llegar al punto donde hacer lo que no debía hacerse.

La torre del reloj, incansable y certera, vuelve a gemir su llanto en las medias, y en mi mano derecha se debate la tormenta al agarrar con fuerza un teléfono móvil donde caben tres posibilidades antes de darme la vuelta y cerrar la madrugada con un suspiro. Sólo una de esas posibilidades acaba sucumbiendo a mi energía malbaratada un rato antes, después de que alguien en la otra punta de la ciudad, a la que ni siquiera recuerdo ya, me deje una frase que resume todo lo que puede caber en inviernos disfrazados como este. “A veces, la rabia convierte una noche en algo diferente que no se puede explicar sin volverse loco. Te echaré de menos mañana”.

Resonando: Groupies Eléctricas_Quique González

04 mayo 2009

Quedarse sin palabras...


A veces, decorar tus días pueden ser un pequeño triunfo que no acaba de terminar nunca. Lo piensas, cuando abres los ojos, cuando eres consciente de esa primera respiración sin haber pisado aún el suelo, cuando ni siquiera eres capaz de ver el horizonte de las semanas o los meses por delante donde no entra la luz, y te dejas vencer otra vez contra la almohada, con ese gris azulado que tiene el cielo en esos minutos inconstantes justo después de amanecer. En esos instantes, cuando en tu cabeza se dibujan extremadamente claros, los días que has tenido que vaciar a golpe de martillo neumático y sigues atesorando momentos en que resulta complicado mover cualquier músculo. Creer que esto es lo que te queda, entonces es cuando el cielo de tu paladar se vuelve industrial, pesado y distante, cuando la música que suena a tu alrededor es la de ese tipo que nadie conoce y que hace sonar cualquier cosa a una madrugada cualquiera de hace muchos años, con el viento soplando frío a la vuelta de cualquier esquina o en alguna carretera oscura en mitad del mapa. Tienes que obligarte a inspirar algo de aire, que con torpeza se cuela donde debe, aprietas muy fuerte las manos, como decían en aquella canción, y sales a la calle por fin, esperando no quedarte ciego con la luz que hay por todas partes pero que parece completamente ajena a ti.

Te metes en el coche, subes el volumen de la canción que se repetirá insaciablemente los siguientes cinco cambios de luna, y aprietas el acelerador sabiendo de antemano que hace unas cuantas horas que no hay un destino concreto donde desees ir más que a ningún sitio, el mismo sitio que te rodeaba la cintura y los labios, el mismo sitio que era el centro del universo en el que no importaba medir distancias o minutos. Pones el intermitente, sonríes al tipo que siempre está en aquel sitio, como si nada cambiase allí, y sigues adelante, aunque no vayas a ningún sitio, a veces, es lo único que podemos hacer, seguir adelante, y que el silencio que se guarece bajo el agua que recorres invariablemente durante un buen rato, sea lo más acogedor que te espera a lo largo del día.

Anochece de nuevo, como cada día de ese calendario exclusivo que se ha creado de repente y en el que lo único que se mide es agotador, complicado, y te deja exhausto y al borde de acantilados a los que no querías volver. Se acabaron los bailes a medianoche, las frases que contenían todo lo que entienden las ganas y los desayunos a cualquier hora, y la noche es un buen lugar para pasar el invierno que llega cuando quiere, aunque nos hubiésemos prometido a nosotros mismos, dividir el año sólo en tres partes. Desde lo alto de esa montaña enorme en que te has quedado inerme, vislumbras al fondo un valle solitario y sereno, quizá algo pintado en un enorme lienzo que no existe, pero lo suficientemente lejano, como para saber que a veces, cuando te descubres completamente desnudo, la casualidad, la ironía, la impuntualidad y tu propia torpeza o simplemente el orden de las cosas, hacen que te abrigues más que nunca.

A veces, lo único que te obligas a recomendarte a ti mismo, es exigirte que sea como deseas. Y si no lo puede ser, entonces, arrancas el coche y comienzas a recorrer esas distancias entre el hoy y el sin destino que no sabes dónde está, pero que aparecerá alguna vez tras alguna colina detrás de la cual sólo está ella, sentada al borde de la playa, sin palabras.

Resonando: Dog shelter_Burial

* Fotografía de Tadas Kazakevicius

26 abril 2009

Porque nunca podría ser así

Nos acostumbramos a mirar las cosas desde nuestros propios tamices, desde nuestros absolutos esquemas mentales de cómo seríamos si fuésemos esa persona que tenemos delante, justo un centímetro más allá de donde llegan nuestras manos. Y en todos esos remolinos nos asaltan las dudas y nos cuestionamos constantemente porqués, barruntamos y masticamos teorías que puedan calmar algunas madrugadas, o simplemente que las hagan más llevaderas, pero no son más que pequeñas gasas humedecidas que nos bajan la fiebre un rato mientras todo sigue sin comprenderse completamente. Y cuando abres los ojos y desayunas realmente con esas respuestas provisionales que guardas en los bolsillos, admites que nada encaja en ninguno de los patrones que tienes tatuados en el estómago si eso te ocurriese a ti, y desdeñas completamente las respuestas que tú mismo habías construido, y decides dejar sin resolver las dudas, porque intuyes que nada de lo que fuese podría ser mejor que no entenderlo del todo.

Desdibujas como mejor puedes tus ganas en una tormenta sin destino en mitad de una calle sucia entre risas figuradas y la sola idea de dejar sangrar otra madrugada es el mejor plan que te rodea la cintura precisamente esta noche. No es necesario ningún decorado de la costa oeste, ni un pianista acodado al final de la barra que te tararee entre dientes una canción exacta entre humo y movimientos en blanco y negro, para poder dejarse desollar en un rincón sin luz donde sólo cabe un colchón sin nombre y dos respiraciones sin apellidos, mientras de fondo se escucha, como un mantra, la voz entrecortada en un contestador de alguien que quizá esperaba algo que nunca recibirá.

La ciudad se tiñe de esa pátina acerada con que se pinta los párpados cuando no tiene ganas de dar abrazos y amanece como si nada fuese diferente hoy. Pero algunos de los que caminamos por sus aceras sin prestar atención a nada más que a no tropezar con la siguiente sonrisa, miramos con desdén amargo a los portales donde habitan respuestas que nunca podremos entender y se nos acaba la voz gritando dos estrofas una y otra vez para conjurar las ganas de seguir ensuciándonos cada vez que decidimos volver a intentarlo.

Resonando: Plane_Jason Mraz

19 abril 2009

En bucles sin destino

Y después de limpiarme las heridas frente al espejo, y de preparar un té para tomarlo mientras llovía fuera, y de escuchar aquella canción muchas veces seguidas, me puse de pie, deteniéndome unos segundos a ver qué grado de fortaleza me quedaba, y descubrí que toda, que me hubiese vestido para seguir en esa guerra caliente de la que no quería irme, de las leves batallas que nos hacían mejores, de perder el sentido del tiempo entre tus manos, de las noches en vela y las vueltas en la cama, de buscarte en todos los pasos de cebra y esperar que llegases por sorpresa.
Y a cada minuto me quedaba, y a cada minuto me iba, y quedarme era un placer, y marcharme dolía todo, pero nunca he sabido llegar cuando debía, así que decidí empezar a escribirlo (porque así no tengo que asumir del todo lo que he acabado siendo), a ver si así sacaba alguna conclusión, de esas que te quitan los nudos en la garganta, de esas en que te mandan postales cuando menos te lo esperas o un guiño en mitad de un océano de tiempo.

Esto lo escribí hace mucho tiempo por otras razones a hoy, pero lo releía hace unos días (mientras preparaba otras cosas) y parecía que hay senderos que curiosamente acaban siendo los únicos que uno sabe transitar, o al menos, que se repiten demasiadas veces para mi propio gusto.

A veces elijo mal, rematadamente mal, pero desde luego a estas alturas ya sé reconocer lo que no quiero. Ese es un buen paso. Me sigue permitiendo dormir cada noche.

Resonando:Période bleue_Jane Birkin

12 abril 2009

Midiendo la hora en los costados

Quizá su atractivo precisamente esté en esa fugacidad de la que se nutre, en lo intangible de esos instantes, de esas pocas horas, quizás ni siquiera llegan a ser más de dos. Llegar a tu ciudad después de un viaje, y hacerlo en mitad de una madrugada, en esa franja leve y casi transparente que precede al amanecer, cuando la ciudad no se ha despertado, cuando las ausencias son significativas, y las aceras están más vacías que de costumbre. Los bolsillos repletos de sueño, los ojos brillantes, los hombros algo aletargados, aparcar el coche para que un par de amigos se bajen, una breve despedida casi en susurros, como si subir el tono de voz en ese momento fuese a despertar a los pocos vecinos que han permanecido en los edificios. Una frase desde el portal, y una sonrisa cómplice, con cierta amargura pero agradecida en cualquier caso. Notas el frío, que en estos primeros momentos puede desentumecerte, espabilarte lo suficiente, y hacerte ver que la camiseta que llevas puesta es demasiado poco todavía. Arrancas de nuevo, y conduces despacio entre avenidas y semáforos que cambian de color y parecen ser los únicos testigos mudos de la madrugada, junto contigo. Una risa espontánea por algo que acabas de recordar y una sensación ya habitual de verte con cierta perspectiva cómo, de nuevo, te ríes sólo por algo que has recordado sin querer. Acordarse de alguien también de repente, al girar a la izquierda en una calle conocida, y pensar, mientras el semáforo te da las buenas noches y buscas una canción concreta para que suene muy alta, que quizá esos relojes internos que todos tenemos agarrados a los costados raramente se ponen en hora, y por eso caminamos casi siempre impuntuales, y que lo único que hay que hacer en momentos así es decidir, tomar decisiones, casi siempre complicadas, para atravesar otras avenidas y girar en otras esquinas, y no mirar atrás y lamentarse de las normas tan mal establecidas para medir los tiempos.

Cuando te encaminas inexorablemente hacia ese túnel que recorre como una cesárea el estómago de la ciudad, al fondo, por encima del hormigón, de algunos árboles, y de la cresta de los edificios más altos, se puede atisbar con cierta delicadeza el inicio rosado de la luz que dentro de unos cuantos minutos ya cubrirá del todo esta ciudad. Procuras salir antes de que ese hilo gaseoso de color se extienda demasiado, y con el mismo regusto con que la dejaste hace unos días, la recorres caminando ahora, con los auriculares sonando muy fuerte para que no puedas escucharte pensar, y el silencio que no escuchas empujando tus talones más allá de la hora que marca impasible el descorazonador reloj que no utilizas.

El pasillo que sigue sin gravedad desde que eres casi capaz de recordar, te saluda inquietantemente esquivo, mientras resoplas un par de veces como modo más directo de buscar el colchón de los días impares donde no se celebran fiestas, pero se velan madrugadas. En lo párpados, lo que se queda flotando unos segundos antes de quedarte dormido, es esa tela de gasa translúcida que tiene siempre la ciudad durante unos pocos minutos justo antes de amanecer, cuando parece que todo puede cambiar, para seguir igual.

Resonando: Catch the light_Sin Fang Bous

06 abril 2009

Las aspas del ventilador

Se movían con parsimonia las aspas de madera de aquel ventilador ajado, como si mas que mezclar el aire, lo golpeasen con lentitud extrema hasta agotarlo por insistencia. El hall de aquel hotel estaba desierto, como suele ser normal en días como este, calurosos casi hasta la extenuación, en esas horas casi translúcidas en que nada de lo que uno ve con sus párpados abrasados puede asegurar que es cierto. Dejó la bolsa donde se arrumbaba la poca ropa que iba con él, sobre el suelo brillante de mármol, y caminó unos pasos hacia el mostrador donde se podía leer en un pequeño letrero de plástico sucio “Recepción”. Sonrió al descubrir aquel cartel, y con poca intención movió su cabeza en ambas direcciones intentando encontrar un resto de vida que pudiese ayudarle, pero no encontró nada. Se apoyó con cuidado sobre la madera gastada del mostrador, y descuidadamente dejó su vista posada sobre el panal cuadriculado que había al fondo, casi repleto de llaves, lo que en cierto sentido hablaba mal de aquel hotel, pues por aquellos detalles podía inferirse que eran poquísimas las habitaciones efectivamente ocupadas en este momento. A la derecha de aquel panal de madera, había una pequeña mesa donde reposaba un ordenador ya demasiado antiguo incluso para un sitio así que parecía vivir precisamente de esa idea, de parecer viejo (old fashioned para los snobs) y de serlo realmente si uno prestaba la suficiente atención. En la pantalla de esa reliquia de la prehistoria de la informática doméstica, podía verse una página escrita (un procesador de textos muy conocido, en alguna versión algo más moderna que el soporte que la contenía), agudizó su vista, con ese gesto tan característico, especialmente entre los miopes, de entrecerrar los ojos para intentar enfocar mucho mejor algo que queda a demasiada distancia de la capacidad natural de leer sin esfuerzo. No podía leerlo del todo, así que volvió a mirar a su alrededor a ver si conseguía ver a alguien, esta vez con las intenciones completamente diferentes a la primera vez, pues a fin de cuentas ahora lo que intentaba confirmar era que nadie podría pillarle entrando tras el mostrador y leyendo el texto que estaba allí escrito.

Nadie pareció mostrar signos de estar por allí, así que con la curiosidad malsana con que a veces nos gusta inmiscuirnos en los detalles de los desconocidos, fue hasta el lateral del mostrador, lo levantó, haciendo girar las bisagras que lo articulaban, y pasó dentro. Se inclinó levemente hacia la pantalla de aquel ordenador, y comenzó a leer lo que había allí escrito....”Las aspas de este ventilador no son capaces de mover el aire, simplemente lo empujan, lo empujan sin fuerza, como si quisiesen llevarlo fuera de este sitio hasta que no quede nada, hasta que no podamos respirar, pero fuesen incapaces, y el tiempo se queda colgando de las aspas también, para que no pase, para que cada minuto sea como una gota gelatinosa que se adhiere a cada baldosa...y sin embargo lo único que queda hoy por hacer es darle una habitación a ese muchacho que he visto en el restaurante de dos cuadras más allá, comiendo despacio, casi habiendo mimetizado a la perfección el ritmo de este pueblo, de este país, y sé que llegará hasta aquí, que dejará su bolsa y la curiosidad podrá con él hasta acercarse a leer esto, estas mismas palabras que le dicen ahora, justo al pasar sus ojos por esta línea, que yo estoy detrás de él”.

Resonando: Aquí ahora_Macaco

29 marzo 2009

Las despedidas

Sólo nos separaba una mesa, dos tazas de café y un cenicero con varios sobres vacíos de azúcar sobre él, pero cuando era capaz de abstraerme unos segundos para intentar verme desde fuera, podía darme cuenta de que realmente nos separaba un océano de tiempo en que no fui puntual, en que llegué tarde allí.

A veces nos resulta complicado acabar de entender porqué se dan determinadas circunstancias casi de manera idéntica en alguna cosa de nuestra vida, se repiten en el tiempo, como si no aprendiésemos, o una especie de azar juguetonamente caprichoso estuviese partiéndose de risa mientras tira sus dados.

Otras veces simplemente nos subimos las solapas del abrigo, recogiendo un poco nuestro cuerpo bajo aquel tejido, miramos alrededor una sola vez, y comenzamos a caminar sin mirar atrás, dejando que los movimientos de nuestras piernas nos lleven a otro lugar.

Y es precisamente en estas últimas ocasiones cuando realmente más aprendemos, cuando más notamos que no importa demasiado, que a pesar de todo, seguimos caminando con la misma fuerza que cuando no se habían dado iteraciones de las mismas tormentas desbocadas ni los bolsillos pesaban casi. Dejan de escucharse los ruidos que estorban nuestros oídos el resto del tiempo, apenas se percibe la muchedumbre, ni la temperatura real parece tener ninguna relación real con la que uno siente en sí mismo. Los semáforos son simples iconos en mitad de la ciudad que obedecemos por inercia, las aceras recogen charcos en forma de media luna pero no tienen ningún encanto, y los portales no guardan escondido ningún acertijo recóndito que debamos descubrir por casualidad ni las sábanas se retuercen formando figuras que hay que adivinar.

La mesa que nos separaba se quedó con varias marcas redondeadas de restos de la conversación, de esa leve intimidad flotando entre humo y palabras. En la puerta de aquel sitio, me despedí con cierta ternura, sin darme oportunidad a mirar ese reloj que nunca marca la hora correcta. Sonreí mientras se alejaba, volvió la cabeza para decirme adiós una vez más, volví a sonreír, y me subí las solapas del abrigo. En ocasiones, lo que se nos guarda en los labios, siempre es eso, una despedida.

Resonando: Drifting further away_Powderfinger

22 marzo 2009

De alegrías sin incendios

Se cuela en los oídos esa frase mientras la rutina cotidiana se mezcla en las manos un mediodía cualquiera de día festivo...”crecías como un incendio...de esos que hacen que todo sea más intenso...”, y la frase se queda colgando de los labios toda la tarde, mientras los rayos de sol juegan al escondite con los edificios del centro, mientras esperas unos segundos a que cambie el muñequito de un paso de peatones para llegar hasta la otra acera de la avenida, rodeado de muchas personas que caminan sin prisa por los mismos lugares que unos días antes parecían acolchados de sonrisas en mitad de una noche extraña en que nada llegó a ser lo que parecía ser, pero todo derivaba a lo que iba a ser.
Cuando esa idea que te ronda la cabeza desde hace semanas por fin te llega a los dedos, y corres para anotarla rápidamente en esa pequeña libreta que siempre viaja en el bolsillo interior del abrigo, decides sentarte a saborearla en un escalón que da paso al parque más grande dentro de la ciudad.

Lo primero que sale en forma de sordina mientras mientras la tarde se agosta en medio del mes de marzo, es otra frase más...”mis manos ardían... así que tuve que apagarlas en ti...”. Sonríes, te levantas y caminas lentamente por los senderos que se van abriendo a través de la hierba y los árboles y dejas reposar los ojos sobre un niño muy pequeñito que intenta patear una piedra y su madre, cerca, muy cerca, atenta para que no caiga, sobre una pareja que detiene el mundo entre los labios tan juntos que no cabe el aire, sobre un anciano con una sonrisa pintada en el rostro convertido en mapa mientras se fija en un perrito que olisquea casi cualquier cosa, sobre un pequeño grupo de adolescentes que parecen hiperactivados por algo y no pueden parar de moverse en un radio que no va más allá del área de dominio visual de otro grupo de adolescentes femeninas que parecen no hacer ni caso a los movimientos del grupo masculino, sobre los ojos más tristes de la ciudad que porta la chica más guapa de la misma ciudad y que parece contener todo el peso de la humanidad sobre sus botas...

Mientras esperas de nuevo a que cambie el muñequito del semáforo para cruzar al otro lado y volver a recorrer los mismos pasos de un rato antes, o de varios días, la frase más demoledora revolotea por tu mente, y esta vez no necesitas anotarla para poder recordarla dentro de un rato, cuando la madrugada parezca derrumbarse en tres metros cuadrados de colchones que dejaron de arder...”...incendios de esos que duelen...de esos que cambian la suerte...”.

Resonando: Septiembre no está tan lejos_Nadadora

15 marzo 2009

Atrévete un poco menos, valiente...

Asumimos riesgos, cada mañana, cada madrugada inconsistente, cada paso al doblar la esquina de unos ojos que lo bañan todo, y en ocasiones no nos detenemos a medirnos, a medir esos riesgos, a calibrar lo que nos puede recorrer el gaznate durante los siguientes meses si aceptas, tácitamente, dar ese paso que gira aquel edificio tan bonito junto a la plaza que tanto te gusta.
No medimos, sólo avanzamos, sin pensarlo realmente, por eso somos capaces, sentados frente al futuro que quizá podría saber a sal en los labios, de sentir en el fondo de todas las heridas, la necesidad de huir, de marcharse, de largarse rápidamente de allí para no volver a repetir los errores tan manidos por uno mismo.
La noche se endulza a través de palabras, y todo se rellena de eso que uno busca sin saberlo durante cada día, de ese sabor dulce en la punta de la lengua, en las yemas de los dedos, en la garganta que tiñe tu voz de suavidad, en los costados resecos de un tacto que se guarda en lo más profundo de la memoria.
Uno se detiene en mitad de la madrugada, cuando ya ha girado la esquina, cuando ha notado el sabor en los labios de las ganas. Mira el cielo, que se inunda de primavera, y respira dos o tres veces lentamente, en el silencio de las calles, mientras con algo de atención sólo puede escucharse el eco sordo de sus propios pasos, y sabe que esa senda sólo tiene un final anunciado, una herida más, una resaca agria y devorada en mi propio estómago, un anhelo adicional, el borde de una playa escondida donde nunca veranearé, el aeropuerto en el que no sale mi avión por cancelación indefinida, el colchón desnudo donde no dormiré ninguna noche ni remontaré las caderas que abren los días.

Asumimos riesgos, cada día, y sin embargo realmente siempre nos detenemos a medir los mismos, los que no somos capaces de detener a tiempo, los que nos horadan el estómago, los que no debemos rozar pero que no podemos evitar, porque saben tan bien que se nos llena la cabeza de todo eso que miran esos ojos tan enormes que podrían recubrir el aire de lo que quisiesen.

A veces lo valiente es precisamente lo contrario a lo que dice la gente, ser capaz de no entrar en ese aura que puede devorarte con sólo escucharla decir las palabras adecuadas, o simplemente verla sonreír.

Resonando: Tengo muchos vicios_Hablando en plata