29 noviembre 2009

Dieciséis minutos


El tipo al final de la barra ni siquiera cambió su gesto cuando él entró en aquel antro. Siguió concentrado, buscando un tesoro, quizá, al fondo de aquel vaso huérfano de un pintalabios que llevarse a la boca. Al verle tan concentrado, como si aquel líquido meloso que se amontonaba al final del cristal fuese un gran estreno mundial, o la última mujer que habría visto en bikini, solo le cupo una sonrisa tan amarga como el último sorbo que había tomado unos minutos antes en otro tugurio con la misma decoración que este, ninguna.

Pidió, casi en sordina, lo mismo de siempre, lo mismo que había tomado todo el día, toda la noche anterior, y el camarero, muy probablemente con el oído agudizado para escuchas las palabras de quien se le atragantan con el alcohol, le entendió a la primera, y unos segundos después, quizá, igualmente, acostumbrado a bregar con las necesidades más desastrosas de todos los borrachos de la ciudad, entendía desde el principio que las copas no debían demorarse más allá de lo estrictamente necesario, colocó aquel vaso de boca ancha sobre una madera que llevaba años sin ser limpiada correctamente, y volteó la botella que casi como una bienvenida denigrante, le saludaba al caer.

De fondo se escuchaba la misma música de siempre, la que había escuchado cada noche desde hacía meses cuando se ponía a caminar sin destino, o eso quería creer, sobre todo al principio, cuando reconocerse alcohólico le parecía degradante consigo mismo, y prefería pensar que era sólo una mala racha, que le puede pasar a cualquiera. La misma música de piano lento, abotargado, como su mirada a estas alturas de la noche, lo mismo que sus palabras o sus modos de sacar los billetes de la cartera, de caminar en las aceras oscuras y salpicadas de orín de ese punto de la ciudad en que parece que la vida ha mudado en algo más salvaje y a la vez más inocente.

Y al ritmo de ese mismo piano de siempre, que parecía ser el contrapunto adecuado para poder tragar el líquido ambarino que remolineaba al compás de su mano derecha mientras sus ojos, vidriosos en este punto, se quedaban como atenazados con las ondas casi hipnotizantes que producía el whisky al bambolearse en el vaso y volvía a recorrer mentalmente, casi como cada día, los mismos dieciséis minutos en que se dio cuenta de que algo había dejado de pertenecerle y ahora se acababa de quedar solo. Fueron dieciséis, ni más ni menos, los que necesitó para reconocerlo en sí mismo, reconocerse vacío, solo, desamparado, y olvidado. Y tras aquellos dieciséis minutos, supo que todo lo demás vendría de manera automática, a su ritmo, sin esperarlo ni desearlo, simplemente llegaría, como había llegado esta noche tras la del día anterior y llegaría, quizá, la siguiente, junto a esta barra de bar ajada, sucia, desastrada casi en cada milímetro, del mismo modo, llegaría lo inevitable, su completa destrucción, su aniquilación en la memoria de todos los que en algún momento le hubiesen recordado, y sería entonces, aunque él siguiese respirando, cuando podría darse por desahuciado, porque desaparecer de la memoria de los demás, es no ser absolutamente nadie. Por eso, quizá esta noche en vez de la del día siguiente, se diese cuenta de que aquello que pensó durante dieciséis minutos, finalmente, le había alcanzado. Y entonces, dado eso, era el momento adecuado para ganar, por una vez, la partida.

Resonando: atenazado a la voz de Nina Simone en Strange fruit.


*Fotografía: Vilhelm Sjostrom

22 noviembre 2009

Tres canciones


En uno de sus últimos artículos, Antonio Muñoz Molina, mientras describe maravillosamente los descubrimientos del silencio y de la atención de dos escritoras, realiza una definición cristalina de lo que acaba resultando ser nuestra realidad, la de cada uno. Dice, textualmente, que una de las escritoras, fue aprendiendo que la forma de la vida es la suma de las cosas a las que decidimos estar atentos. Siempre me ha resultado interesante, en el sentido más hedónico de la expresión, ese tipo de resortes que tienen algunas canciones, frases, sonrisas, personas, o minutos, que nos hacen fijar nuestra atención intensamente en ellos o ellas.

Hace unos cuantos días veía una película repleta precisamente de eso, detalles, que construían un universo específico y delicioso, y que gracias a mi puro desorden mental y a una pequeña conversación con otra fanática de los detalles, asociaba a otra película también repleta de minúsculos pero grandes guiños que la convierten en algo especial. Mientras tanto, otro día cualquiera, disfrutaba de tres canciones en directo que concentraban toda la atención de los pocos que estábamos allí, mientras comentaba con una amiga hasta dónde pueden llegar las casualidades que visten la tarde de un viernes de intimidad, y el frío reciente puede teñir de dulce cualquier tarde de las afueras de una gran ciudad, sin que los verdiales que sonaban como prolegómenos de la breve maravilla a guitarra y voz de después con forma de daiquiri que encajaba a la perfección, pudiesen amortiguar nada, simplemente porque a esos detalles, en esos momentos, no les prestamos atención.

Al día siguiente, tras esa burbuja en que se tejieron unos cuantos detalles dotando de más colores a una tarde cualquiera, vinieron unas cuantas horas más en que todo se desarrolló en una sala inmutable, impersonal, desvaída y que aletargaba y potenciaba los nervios a partes iguales. Mientras el mundo rodaba cansino por las aceras de un fin de semana en mitad del otoño, aquella sala parecía haberse detenido en mitad de ninguna parte, para que los seis o siete que estábamos allí tuviésemos todo el tiempo del mundo para dedicarnos a pensar en los detalles que hasta ese instante, sumaban la vida a la que habíamos decidido estar atentos. Y bajo una luz tan fría como industrial, ese mismo mundo que reptaba pesado unos cuantos metros más allá, parecía querer decir algo sin terminar de decirlo, formando una curiosa amalgama de detalles inconexos, que sin ninguna base científica, en mis labios, parecían desplegar el sabor de nuevos horizontes a la vuelta de la esquina.

Como suele pasar en la mayor parte de estas ocasiones, una vez pisé las aceras gastadas de la ciudad, recorrí las carreteras algo huérfanas de una tarde de sábado en ciertas zonas de la ciudad, y la noche se había comido al resto de las horas, ninguno de todos esos detalles que se habían abocetado en mitad de aquella sala impersonal, tuvo ningún sentido, como tampoco el recuerdo del sabor de mis labios mientras me detenía en aquello. Pero eso, supongo, conforma otra historia diferente, o, al menos, con otros detalles a los que prestar atención.

Resonando: Sweet disposition_The Temper Trap

* Fotografía: Frank Krahmer

15 noviembre 2009

La penumbra del pasillo


Un pasillo en penumbra, ese límite inconcreto que forma la poca luz que llega desde la calle, las gotas amarillentas de luz que estarcen en la casa las farolas cuando es noche cerrada en la calle, mientras tus pasos sordos se van deslizando lentamente por las láminas de madera del suelo, como acariciándolas. Un pasillo no muy largo, pero que al contacto con tus pies parece hacerse eterno, mientras mi leve sueño se amotina sobre el colchón expectante, reconociendo el resto de sonidos para poder inferir qué vendrá después. Por eso el murmullo sordo de tus pies rozando con levedad la madera me atrae, me abre el apetito mientras te detienes, sin saber dónde todavía, y leves chasquidos y roces me hacen sonreír de desconocimiento, mientras un crujido lento, agostado, de disco viejo, comienza a recorrer cada rincón de la casa, quejumbrosamente, hasta que de repente comienza a sonar una poderosa voz femenina que viene de hace muchos años atrás y que tiene el calor de una hoguera calibrada, de una manta mullida, mientras un piano hace gotear las caricias como anuncio, mientras el bisbiseo sordo de tus pies sobre la madera ya no son casi audibles, y no soy capaz de anticipar tu entrada en la habitación, que me sorprende mientras mis oídos se han unido extrañamente con mis labios al compás de esa voz oscura y anhelante que parece cantar como gimiendo en un rincón oscuro de su casa, la canción que escuchamos una noche cualquiera, aquella en que la ropa parecía haber encontrado su particular otoño donde caerse al suelo.

Y ahora, tantos años después de aquella vez en que se compuso, ahora, al ritmo de cada roce leve de los dedos en el piano, mientras esa poderosa voz camina equilibrada por la cuerda del perfecto timbre y se bambolea, desde la puerta de la habitación te veo deshacerte, despacio, ralentizando el momento, de tu ropa, igual que ese otoño de nuestros recuerdos, por separado. Cae tu ropa con la misma lentitud que si hubiese sido rodada a cámara lenta y en alta definición, mientras tu bosquejo de sonrisa me deleita por lo que significa, mientras acabas de aterrizar, como viajando desde el otro lado del océano, sobre el colchón, tu piel desnuda, tus manos lentas que se acercan a mi cuerpo sin haber llegado aún, pero a punto de hacerlo.

La voz cimbreante que habla de una fruta extraña, se demora en un equilibrio imposible, igual que mis labios alrededor de tu espalda y mis manos en tus caderas, subiendo primero para volver a bajar al mismo ritmo, mientras tu respiración consigue acompasarse, también, a la cadencia arrítmica de las notas de piano que llenan la casa de todo lo que cabe entre nuestros cuerpos a estas horas de la noche.

Resonando: Strange fruit_Nina Simone


* Fotografía: DOF Photo by Fulvio

08 noviembre 2009

Ni tampoco importa porqué


Hay ocasiones en que te asaltan certezas basadas en la nada más absoluta. Pero sin embargo, aunque eres consciente de que se sustentan en cimientos de humo, transparentes incluso, casi siempre que llegan, provocan una suave sonrisa, casi como recortada en penumbra, sobre tus labios. No son muchas, esas ocasiones, y se acumulan, por denominarlo de algún modo, siempre en épocas un poco desnudas en que por razones de lo más variopintas, el invierno parece haberse instalado no sólo en el calendario, si acaso, sino también en los bolsillos escondidos de los abrigos donde se suelen guardar las canicas de varios colores que no se enseñan a nadie, en el peso de la espalda que se queja cuando anochece y estás a punto de meterte en la cama sin un buenas noches que llevarte a la boca, o en el canturreo de los estribillos que se agazapan entre las columnas grises de cualquier aparcamiento subterráneo de los que carcomen una ciudad cualquiera.

Es en esos instantes fugaces cuando se hace más patente la lasitud algo devaluada del resto del tiempo, porque para compensar, supongo, al día siguiente, o unas horas después, se entrevera un poso de cierto desagrado con las esferas de los relojes, el tono amarillento de algunos mediodías, o el sabor herrumbroso que tienen algunos vasos de agua antes de dormir.

No importa demasiado, ni lo uno ni lo otro, porque no son más que recodos de otro tipo de senderos, anchos a veces, sombríos y serpenteantes otras, pero de largo recorrido, y eso al final es lo que cuenta para uno mismo, no detenerse en los recodos con poca sombra o rachas de viento ni en aquellos en que el sol pinta de naranja la parte interior de los ojos o te quedas detenido pensando en la divertida ironía de la frase que acabas de escuchar de alguien a cientos de kilómetros que sigue manteniendo la gracia en la forma descarnada en que cuenta algo, y que quizá no le hace gracia a nadie más, pero qué importa, reconforta reconocer cómo una misma palanca de palabras consigue abrir tu sonrisa, aunque la utilice alguien a quien ni siquiera conoces.

Amartillas el despertador con ese sonido que se escuchaba en las películas de espías en blanco y negro, ordenas el mueble donde se exponen en sesión privada los vasos y platos de cualquier menú laborable y festivo, llenas las manos en forma de cuenco con el agua más fría que consigues hacer salir del grifo, y te secas despacio el rostro en la toalla con ese olor tan cálido y agradable, dejas la luz que más te gusta mientras los números rojos se preparan en el cañón, y algo te recuerda la misma sonrisa de hace un rato, que desde el zaguán de tus ganas de otra cosa, sale hasta tus labios para decirte algo tranquilo. Mañana ya será otro momento para pagar el alquiler en forma de dolor de estómago a estas sonrisas esquivas que sólo aparecen en ocasiones, y nunca sabes qué significan.

Resonando: Out of the dark_Matt Hires


* Fotografía de Jim Wehtje

01 noviembre 2009

Noches más duras


La mayor parte de discos que uno espera con ansia, suelo ponerlos en cuanto llego a casa, con un punto de cierta ansiedad casi infantil, como cuando ibas camino del kiosco a comprar cinco duros de golosinas o de cromos cuando eras un enano, donde casi el propio proceso algo nervioso de tenerlas en la mano, de olerlas, de imaginar cómo sabrían cuando las comieses, era casi tan densamente placentero como el propio hecho. Pero hay algunos, pocos, casi sólo esos de los artistas que por algún motivo asocias a una frase de una película en la cual uno de los protagonistas le decía a otro “no te encapriches de nada que no pudieses dejar a un lado si la poli te estuviese pisando los talones”, esos discos de esos tipos que han sabido pintar con brocha y pincel la mayor parte de las madrugadas más descriptivas de los últimos quince años, esos no pueden escucharse sin más, al menos yo no, no puedes sumarlo al sonido que hace la lavadora de fondo, o distraer tu estómago mientras preparas la cena, porque son discos que sabes que tendrán muchos sabores, que tendrán diferentes cadencias, y una de ellas, tan importante como las demás, es la primera, cuando lo pruebas la primera vez, cuando empieza a escanciarse cada canción entre tus labios, en el borde de tu estómago, cuando escuchas deleitándote las letras, las estrofas que te dejan a las puertas de la madrugada, de la tuya, conducido por él. Y entre esos poquísimos está Quique González, claro. Cada uno de los que adoramos la música que hace, puede perfilar un cuadro exacto y definido de porqué, de cuándo y cómo le hablan las canciones de Quique, de qué le dicen y qué le despiertan. Por eso, para no serme infiel ni siquiera a mí, también esta vez mimé la primera escucha.

Y en esos primeros sabores, la sensación que me dejó es de volver a ver a uno de esos amigos de toda la vida a los que sin preparar nada, cualquier noche perdida en medio de cualquier calendario, y entre más copas de lo confesable y todo el humo del mundo flotando sobre algún salón en mitad de la ciudad, le cuentas y te cuenta lo que ha pasado con su vida en todos estos meses en que no os habéis visto.

Como siempre también, en todos los discos, en el primer paladeo, me enamoro de una canción, siempre e inevitablemente, me engancho a una canción, que luego se sigue quedando conmigo cuando me rozo con las demás, cuando me detengo a escuchar con más atención el resto del disco, pero invariablemente hay alguna canción que por algo, por cómo está dictada al aire, por cómo se anuda con absoluta perfección al hueco de mis rincones más inconfesables o más desnudos, me agarro a ella. En este disco, hay una novela en cada canción, hay una película y una fotografía, hay madrugadas y esquinas vacías, hay susurros y tentaciones en cada canción, hay tacto demorado en la espalda más deseable y despedidas de comienzos de siglo que todavía duelen cuando cambia el tiempo, hay recovecos que no llevan a ningún sitio, y autopistas abiertas al mundo, hay meses enteros de tu propio calendario condensados en tres minutos, y personas que nunca llegaste a conocer, hay sabores que no has paladeado y lugares lejanos, todo está lleno de noches, con lo bueno y lo malo, y admite amaneceres que comen tus ojos al mirar por la ventana

Y esta vez, como siempre, me he quedado buceando incansablemente también en una canción concreta. Porque me hipnotiza, porque esa trompeta tiene tanta melancolía que podría horadar la partida de nacimiento de cualquiera y tiene tanto erotismo que todo arde cuando se deja derretir su sonido, porque podría ser la música de fondo de la noche más salvaje a cuatro manos mientras entre los dos consigues hacer quemar las cortinas de la habitación con orgasmos, o para la madrugada más fría de los últimos siglos donde nunca acabas de encontrarte en ninguno de los rincones del pasillo a oscuras.

Es el sabor de las noches que quedan por vivir, y de todas aquellas que nunca se fueron de tu espalda.

Resonando: Riesgo y Altura_Quique González