25 octubre 2009

Un mundo de espuma y aire


Hay música que nos gusta a la primera escucha, otra que ni siquiera nos consigue horadar más allá de los primeros milímetros de la piel aún cuando la escuchemos meses y meses, y mucha otra que incluso conseguiría aburrirnos completamente si tuviésemos que dedicarle nuestra atención más allá de los tres segundos estándar en los que solemos percibirla y desecharla de nuestros oídos nada más llegarnos.
Pero, raramente nos encontramos con algo que nos arrebate sin motivo aparente, nos deje pendientes, extremadamente agarrados a una voz, a un sonido, a una mezcla complicada de explicar pero que nos atenaza, nos remueve completamente determinados resortes, una música que nos estimula los sentidos y sin embargo durante su escucha es capaz de mantenernos detenidos en ese instante, como en una fina cuerda elástica y resistente donde nos mecemos en una cadencia casi imperceptible pero que consigue, seguro, latir al mismo ritmo con que gira la tierra sobre su eje.

Y esa música, con la misma estructura extraña con que consigue colarse completamente por todos nuestros huecos y esquinas, resulta complejo de explicar a alguien que no la ha escuchado y a quien pretendes contagiar las ganas de hacerlo. Quizá acaba siendo inversamente proporcional a los grados de placer que le despierta a uno, y por eso es complejo y baldío intentar explicar con unas cuantas palabras una sensación que, a pesar del tiempo, me sigue resultando sorprendente cuando me cruzo con ella. Esa que te produce escuchar algo que consigue atraparte en una esfera gigante de aire fresco y olor a tierra mojada o a amanecer en un cabo perdido de una esquina del mundo donde se forman los chaflanes de lo que seremos mañana.

Y sin embargo, la canción con que me encontré en mitad de una madrugada cualquiera, se componía exclusivamente de dos elementos, el sonido de un instrumento muy moderno y que sin embargo suena como si llevara cientos o miles de años sobre la tierra, y una voz, una voz que seguro, que de una u otra manera, forma parte de los más ancestral de nuestros códigos, de nuestro germen, de la materia fundamental con que estamos formados, aunque no la hubiésemos escuchado nunca antes, o eso creyésemos.

El instrumento, de percusión, se creó hace apenas ocho o nueve años en Suiza, se denomina Hang (que en dialecto bernés significa mano) y está hecho de acero tratado con nitrógeno que le dota de ciertas características no sólo sonoras, sino también de comportamiento de materiales que lo hacen eficiente, resistente, dócil y suave, y sobre todo, irresistible cuando las manos lo tocan adecuadamente. Su origen y creación mantiene una mezcla de tradición antigua y de personalización completamente moderna, que resulta curioso, y que daría para otro texto. Se fabrican a mano, casi como redundancia, claro, y su ritmo es de 400 al año exclusivamente. Y en esta ocasión está tocado por un músico israelí, Ravid Goldschmidt. Y la voz, esa que contiene todos los ingredientes más atávicos y deliciosos que pueden reconocer no sólo nuestros oídos sino también el resto de nuestro cuerpo, es de Silvia Pérez-Cruz, cantante española que resulta sencillamente imposible de describir con palabras. Hay mucho que escuchar de la combinación de estos dos talentos, pero sigo enganchado irremediablemente a una canción del disco del israelí, compuesta originalmente por la cantante española, que se titula “Loca”. Y a su orilla, el mundo parece de espuma.

Resonando: Loca_Silvia Pérez-Cruz y Ravid Goldschmidt

18 octubre 2009

Estoy llegando...


Cada estrofa nos decía qué película de cinco minutos estábamos empezando a recordar, así que hiciste ese gesto que siempre hacías, con levedad, con la misma suavidad de siempre, y subiste un poco el volumen de la música dentro del coche, y mi forma de decirte gracias fue pisar con la misma suavidad el acelerador, para que entrase un poco más de viento por la ventanilla y te alborotase el pelo y empezases a reír, con esa carcajada ahogada con que reías cuando no había nada más en tu cabeza que la risa, el pelo alborotado inmanejable, con tus rizos formando la mejor montaña rusa junto a tu cara y yo imaginándome minúsculo, en un carrito deslavazado yendo a toda velocidad por tus rizos, sin la barra de seguridad, escuchando de fondo el sonido de tu carcajada y mis brazos levantados como un adolescente temerario, mientras los looping junto a tus labios se sucedían, y se intercambiaban con zonas más tranquilas al borde de tu cuello.

Te contaba esa misma fantasía mientras volvíamos a bajar un poco la música, y la neblina de un río al final de un valle convertía nuestro paisaje en un cuento de miedo, y tú me escuchabas sin mirarme, como hacías cuando algo te gustaba demasiado, fijando tu mirada al final del horizonte, como si se acabase de empapar de cola adhesiva el borde del cielo al final de la carretera, y tus ojos fuesen los encargados de que quedase bien fijado, y yo te contaba eso de tus rizos y las vueltas al borde tus labios y tu cuello, y permanecías unos minutos callada, como si todas esas frases te costase masticarlas.

Luego, cuando mis palabras se habían colado por las rendijas de la ventanilla y ya bailaban insonoras en el arcén de esta autopista, volvías a mirarme completamente mientras yo ponía caras demasiado serias para conducir y tu mano izquierda se acercaba cuidadosa hasta mi nuca, despacio, para acariciarme como sabías que me gustaba. Era tu forma de decirme que te había gustado lo que acababa de decirte.

A veces parecía que no éramos capaces de entendernos, pero resultaba muy sencillo hacerlo, simplemente teníamos que activar nuestros propios mecanismos, los que nos funcionaban a mí contigo, a ti conmigo, mientras desactivábamos todos aquellos que nos servían con el resto del mundo. Por eso los viajes largos que hacíamos en coche a veces. Porque convertíamos, casi sin querer, aquel habitáculo, en nuestro propio universo hecho de gestos, estrofas, palabras, sonidos. Porque allí dentro, tú eras mi parque de atracciones favorito, y yo tu libro preferido.

Resonando: La luna debajo del brazo_Quique González


* Fotografía de LaCoppola y Meier

11 octubre 2009

Convertirlo en acontecimiento


Sin apenas ser consciente de ello, hay días que cualquier mínimo detalle te sugiere una historia, algún párrafo. Es sencillo, en esos días, construir cualquier breve esbozo de historia a través de un pedazo de imagen, la que consigues al mirar por una ventana, al escuchar casi en un susurro un sonido o un extracto de una canción que suena de fondo en un restaurante donde comes un día cualquiera sin muchas pretensiones, un gesto con el que te encuentras al doblar una esquina más en mitad de la ciudad, o una frase que alguien deja escurrir entre sus labios a media tarde de manera casual mientras tú pasas cerca de esa boca, y que sin saber muy bien porqué, acaba mojando la parte de tu cerebro adecuada como para que consiga inspirarte una historia, pequeña, como si fuese el cabo de un ovillo de lana, y tu mente fuese capaz de inventarse el resto del ovillo sin apenas haberlo visto.

En una tarde sin ninguna exigencia de hace muchos años, de esas tardes condescendientes de mitad de octubre, como algunas de estas, en las que el otoño no parece querer llegar, mientras el sol se caía a plomo entre los edificios, y frente a nuestros ojos nada parecía tener la suficiente importancia como para ponerse en marcha, divagaba junto a una amiga sobre los resortes del deseo, y ella, quizá de esa manera algo escasa en que uno habla cuando realmente lo que pronuncia se lo está diciendo a uno mismo, me decía que para ella el deseo estaba escondido bajo la forma de las palabras, no de cualquiera, sino del modo en que alguien es capaz de contar una historia pequeña, desde cualquier cosa que haya a su alrededor. Me contaba que no había nada más sexi para ella que escuchar cómo, de la forma de preparar un sandwich, del modo en que alguien abre una mochila o un bolso, de cómo sujeta unos cuantos folios, o cómo mira el gentío que se arremolina junto a un paso de peatones en una gran avenida, otra persona es capaz de contar una historia. La miré algo sorprendido, mientras pensaba en lo que acababa de contarme, y ella, con algo de rubor, sabiendo que acababa de decir en voz alta algo de lo que ni siquiera era plenamente consciente, se estiró en aquel pedazo de césped sobre el que estábamos sentados, con todos aquellos edificios a nuestro alrededor que formaban nuestro día a día. A aquella frase le siguió un silencio confortable, donde claramente los dos masticábamos lo que acababa de contarme. Unos minutos después, ella recogió sus cosas, cerró su cuaderno que tenía abierto sobre la hierba, su bolígrafo, lo guardó y levantándose y susurrando casi a dónde debía dirigirse en unos minutos, me dijo, “lo mejor que te puedes cruzar es alguien que sea capaz de convertir en acontecimiento las cosas más pequeñas y breves de cada día”.

Hay épocas, días, semanas o minutos, a veces, que cualquier cosa, lo más insignificante, lo más breve, lo más simple, te provoca una historia, te abre las ganas de inventar un decorado que permita llegar hasta ese detalle mínimo que acabas de contemplar, escuchar, oler o recordar. Y en ocasiones, esa breve historia inventada, creada, imaginada, se queda dormida en mitad de una tarde de otoño condescendiente.

Resonando: Quemas_Deluxe


* Fotografía de Love Photography

04 octubre 2009

Como un disparo en la nuca


Tengo cierta querencia por los mecanismos que maneja el cerebro a la hora de realizar las infinitas tareas que realiza constantemente. Hace unos días leía sobre la hipermnesia (y con esas casualidades que siempre suenan algo extrañas, hoy volvía a leer en otro medio diferente sobre el mismo tema, aunque con variantes muy diferentes)que es la capacidad para recordarlo todo, hasta el mínimo detalle de nuestra vida. Hace semanas veía un documental sobre la diferencia entre aprendizaje, inteligencia, velocidad y capacidad, y eficiencia cerebral...y de nuevo días atrás, leía a Eduard Punset hablar sobre la capacidad del ser humano para caminar en círculos si no existe una referencia exógena que nos establezca cómo se configura esa línea recta. Me resultó especialmente metafórico ese artículo sobre la imposibilidad de caminar en linea recta que tenemos todos.

Cuando no tenemos referencias visuales o auditivas, somos incapaces de mantener nuestro caminar recto, vamos dando pasos, pero nuestro cerebro, para intentar mantener ese objetivo inicial de seguir hacia adelante comienza a tomar estímulos equivocados y acabamos caminando en círculos, literalmente, sin ningún destino, más que recorrer constantemente los mismos lugares, de mayor o menor dimensión, por los que ya hemos pasado una y otra vez.

En el artículo sólo se esbozaba, pero sensorialmente también nos sucede lo mismo. Si nos quedamos temporalmente sin los resortes claros y diáfanos que nos susurran de vez en cuando dónde están nuestras referencias, o es que quizá nunca las tuvimos, entonces acabamos caminando en círculos también, volviendo a los mismos lugares sensoriales donde ya estuvimos y decidimos no volver, a los mismos pasos iniciales y torpes de las primeras veces y que por nuestra escasa lucidez repentina nos volvemos a encontrar. Descubrimos los mismos errores que ya fuimos capaces de haber cometido mucho antes, y nos sorprendemos con cierto sentido de la claudicación, gritamos al aire sin sentido cuando volvemos a darnos cuenta de las heridas en los costados que ya tuvimos hace tiempo y conseguimos cicatrizar, de los restaurantes donde no había plato del día y repetíamos semana tras semana, los charcos que pisábamos sin querer y que nunca nos permitían mantener secos los pies, ni nos lo siguen permitiendo.

Pero un día eres capaz de darte cuenta, de ver esa rutina malbaratada que te ha mantenido dando pasos en constantes círculos, y lo notas como un disparo en la nuca, como un berbiquí que va horadando implacable por tu cuerpo, por tu espalda y tu estómago, y aunque no soluciona nada, al menos darte cuenta te muestra claramente lo torpe que puedes llegar a ser. Al menos te dota de la suficiente claridad como para volver a tomar, o agarrar de una vez, esas referencias que ya tenías quizá hace muchos años, en esos mismos en que sin saberlo todavía ya comenzabas a caminar en círculos, a dar vueltas sobre ti mismo. Activas lentamente esos resortes, y comienzas a caminar despacio, un paso tras otro, sabiendo, al menos, que dejas los círculos atrás, que, sea lo que sea, esta vez caminas hacia adelante, donde quiera que esté.

Resonando: Shot in the back of the head_Moby


*Fotografía de Fotog