30 marzo 2010

Principios de astronomía


Como en una mala recreación del famoso recurso de Proust con las magdalenas, me ocurre con determinadas cosas que indefectiblemente a lo largo del tiempo se han ido uniendo a mí a través de determinadas situaciones, sensaciones, sonidos, olores o simplemente sabores al borde de un metro cuadrado de imaginación.

En ocasiones esa mezcla abigarrada de componentes que acaban conformando la estructura metálica de un recuerdo, sea del tipo que sea, pueden ser elementos a priori de lo más extravagantes entre sí, pero el cerebro, o quizá para ser más preciso, los engranajes de la memoria son capaces de unirlos hasta crear una amalgama reconocible de lo que uno es, cuando aparece de repente, esperado o no, el recurso que los despierta.

Por eso escuchar un disco determinado puede ser una forma como otra cualquiera de abrir alguna de las cajas que todos llevamos dentro y dejar salir algunas sensaciones de hace muchos años compuesta en su gran mayoría por unos olores determinados, por una luz concreta y precisa, por un estado anímico exacto.

Hubo una época en que determinados sonidos se sucedían con una periodicidad casi milimétrica en el calendario esquivo e intangible de las sensaciones. Hace demasiado tiempo, más si uno se pone a contarlo detenidamente, que la luz del cielo en esta ciudad en una época concreta del año, el olor de ciertas tardes, el sonido de alguna voz y alguna cosa más, se fueron hilvanando alrededor de mis manos, mis labios o los bordes de la espalda, para construir una especie de tejido absorbente, cálido y acogedor, que con el paso del tiempo, al contrario a los de verdad, no se resiente, ni se nota ajado, sino todo lo contrario.

Por eso, cuando vuelven a despertarse esas sensaciones acompasadas y algo neuróticas al principio, al notar, ya desde lejos, el sonido predeterminado que suele ser el catalizador que las despereza, uno vuelve a confiar en sus instintos, esos que quedaron aparcados una buena parte de los últimos tiempos. Uno vuelve a dejar caer la sonrisa cada rato desde el borde de sus labios y arropado por ese tejido invisible y por el sonido futuro de los principios básicos de astronomía, vuelve a descifrar la luz del cielo en esta época del año en esta ciudad, y se deja mecer hasta donde sea que haya que volver a empezar.

Resonando: La llave de oro_Los Planetas

* Fotografía: Comstock Images

21 marzo 2010

Luciérnagas...


Cuando la primavera no se atreve a abrir los ojos por miedo a que le caiga encima, probablemente, una capa de nieve que se derrite de los tejados de cualquier cabeza sin sentido del humor a estas alturas del año, a veces se abren avenidas en mitad de ningún sitio, a las que te enfrentas con paciencia, en silencio, mirando fijamente la curva extraña que hace el horizonte al final de donde alcanzan tus ojos, y cambiando a veces la mirada para recorrer hasta el mínimo detalle de los ángulos rectos que forman los bordillos al cruce con la calzada, y tras respirar hondamente un par de veces, comienzas a caminar aunque no tengas ni la más remota idea de a dónde lleva esa avenida.

Porque en ocasiones, cuando ni siquiera esperas un gesto más allá del que hace un semáforo al cambiar de color de manera automática y programada, encontrar un hilo despegado de su madeja es más que suficiente para agarrarse a él casi sin fuerza para no quebrarlo, y ver dónde comienza el ovillo o simplemente encontrar el punto en que se quedó enganchado y saberse, en otra parte.

Cuando en la garganta se desliza con mimo una cerveza fría con limón y el olor a salitre comienza a configurar los parámetros de tu piel al doblar alguna esquina de cualquier ciudad, piensas que mientras se escucha al fondo el murmullo en sordina de algo que todavía no entiendes del todo, el sonido cadencioso de tus auriculares son capaces de recordarte que cuando no se espera nada, una breve sonrisa desconocida enciende las luces al borde de cualquier playa desierta, y es capaz de rozar tu espalda con la caricia justa en el momento preciso, para hacer arder lo que no tiene formas definidas.

Resonando: Fireflies_Owl city


* Fotografía: MIXA

14 marzo 2010

Una gasolinera perdida en cualquier parte


Da lo mismo que vuelva a anochecer en esa misma carretera, aunque los faros del coche no vayan iluminar las mismas calzadas perdidas en mitad de la meseta alguno de esos miércoles absurdos que se perdían en otra plantas de un edificio que no parecía esconder ningún secreto. Por eso hay salivas que se tatúan en el borde de los labios sin quererlo, y se quedan columpiándose durante años, mientras los bolsillos se llenan, se vacían, se vuelven a vaciar cuando parecía que no tenían nada más, e incluso, buscando la hora feliz de algunas tardes disidentes, cambias de abrigo buscando no sé qué.

Y no importa que te detengas en la misma gasolinera perdida a la que nunca supiste volver cuando se hacía de día, quizá porque la creaba tu imaginación, contratando a aquel hombre en alguna ETT de la memoria, para ese angosto turno de diez minutos cada par de meses, y vuelvas a preguntar por la misma dirección. Ya no hay nada calentándose sobre la sartén, y mucho menos estirándose perezosa sobre un sofá gastado, al menos no ese sabor de aquella saliva que parecía contener un universo latiendo a velocidades supersónicas mientras la pantalla reflectante de mi teléfono móvil me recordaba la cuenta atrás para no pegar ojo entre sus piernas.

Escucho una tos detrás de mí, mientras las escasas farolas inertes de los bordes de la calzada emiten ese canto gastado del final del invierno más crudo de los últimos días, y por el espejo retrovisor anticipo la sonrisa callada de alguien que sabe de sobra lo que estoy pensando, veo sus ojos cansados mirando al horizonte oscuro de esta noche tan angosta como los turnos de aquellas madrugadas perdidas, y una respiración lenta se acomoda algo más en el asiento de al lado. Vuelvo a mirar por el retrovisor, y el dueño de la tos que sabe reconocerme sin decir nada, sonríe mientras no deja de mirar la oscuridad del final del camino por el que pasan estos dos faros sin respuestas. Sé que de un momento a otro dirá algo, en voz baja, suavemente, para no despertar a la muchacha que duerme a mi lado, sin preguntarse desde que salimos, que cuánto falta para llegar, porque nunca lo hace, como si no importase realmente el tiempo que falte, mientras pueda dormir un poquito más.

Cuando el leve sonido acompasado del motor ha vuelto a permitir que pueda acordarme de nuevo del delicioso sabor de aquellas tortitas frías, que anticipaban el sabor de su boca, o quizá de sus muslos, o todo a la vez, la voz que llega desde el asiento trasero me devuelve a la realidad fría y muda que ilumina a retazos el frontal del coche. Y escucho, despacio, sabiendo de antemano que sé de sobra a qué se está refiriendo y qué quiere decir con esa frase tan escasa, su voz “sube un poco más la música....y escucha lo que dice...ya sabes que siempre que caminas te entra arena en los zapatos...no sería la primera vez que te lo diría yo...ella no se va a despertar, y tú llegarás con la cabeza mucho más limpia si escuchas detenidamente esa canción...y dejas de pensar en el final donde todo empieza...”.

No se lo dije, pero precisamente esa era la canción que me venía a los labios mientras reconocía aquella gasolinera, mientras mis labios saboreaban en recuerdos aquel sabor, y los jueves volvían a ser un día en mitad de la semana.

Resonando: Catorce vidas son dos gatos_Fito y Fitipaldis


* Fotografía: Specializing fun

07 marzo 2010

Un muelle


A veces es suficiente con haber empapado lo bastante el imaginario personal con un determinado escenario como para que la visualización de una fotografía desborde completamente, y de manera inmediata, una historia donde se mezclan detalles de diferentes recipientes para convertirse en otra cosa, no sé si mejor o peor, pero desde luego, distinta.

Hay una imagen recurrente en mi imaginario, y que tiende a poseer alguna historia de la que no he sido capaz de tirar todavía del todo. Esa imagen tiene que ver con un muelle, un muelle que resulta ser el final de un paseo tranquilo y verdoso entre una pradera enorme donde se configura un minúsculo paseo enlosado. El muelle, de una madera algo raída por el tiempo, por la climatología y sobre todo por el salitre del mar, mantiene una figura orgullosa si se observa desde cierta distancia, con sus pilotes de madera por los que se puede pasear cuando la marea está baja, donde uno puede incluso esconderse de la vista de los demás, en esos juegos entre audaces y prohibidos de la adolescencia. Pero esa misma figura algo idealizada por la suficiente distancia, se aja con la cercanía, con el ruido quejumbroso de los pasos al caminar por él, por las barandillas algo descascaradas al contacto con las manos, por la desnudez de los breves bancos que jalonan los pocos metros que le comen al océano todas esas maderas puestas de un modo determinado.

Cuando uno se aproxima hasta el final, hasta la baranda algo más alta que las laterales, y se gira hacia el interior de tierra, puede ver una casa en lo alto de una colina, una casa de un impecable blanco, donde, haciendo un leve esfuerzo con la vista, puede atisbarse una mesa de teka donde reposan las tazas de un humeante café, los platos con bollería recién horneada, y algunos libros junto a unas butacas con confortables almohadones.

Corre un aire limpio, algo empapado del olor típico y delicioso a la orilla del mar, un sol tierno aún, se levanta por encima del horizonte, y te ciega momentáneamente si pretendes mirar más allá de lo que cada noche abarca la luz llena de historia del faro que hay un par de kilómetros a la derecha, en el saliente de tierra que probablemente posea un nombre específico y lleno de connotaciones. La tela de la camisa se alborota suavemente por el aire, sin llegar a hacer peligrar en ningún momento cualquiera de los tres botones que están efectivamente abrochados, y las manos parecen llenarse de algo incapaz de definir, pero que se almacena en perfecto estado en los rincones periféricos de la memoria, y que muy probablemente, saldrán a la superficie dentro de un tiempo, cuando esa figura con el rostro pleno de una felicidad imberbe e instantánea que se ha girado a mirar la casa en la colina, esté sentado una tarde cualquiera en su apartamento del centro de la ciudad, y le llegue un olor que su cerebro procesará, por resortes incomprensibles, como asociado a este mismo que está ahora reventando sus fosas nasales, su cuerpo entero.

Quizá, dentro de todas esas piezas del imaginario algo inconsistente todavía en ese plano, tenga que ver el libro de relatos de John Cheever, alguno de los libros de Phillip Roth, y una película sin ninguna sustancia en sí misma, pero que consiguió colocar detalles en ese rincón perdido de mi propio cerebro que sin venir a cuento ha desatado un hilo del que todavía no sé cuándo y cómo tiraré, al ver esa fotografía de David J. Nightingale.

Resonando: Me acordé de ti_Fito y Fitipaldis


* Fotografía: David J. Nightingale.