23 mayo 2010

Es todo


Es muy temprano cuando abres los ojos, con esa impericia que suele asaltarte cuando duermes por primera vez en una cama que no es la habitual. Los primeros segundos de vigilia son como un torrente denso y algo gaseoso de ideas que no consigues filtrar completamente en la conciencia, y lo único que brilla con algo más de certeza es la desorientación con sabor algo acerado en el paladar.
Finalmente, tras esos segundos inertes y desquiciantes, tu cerebro encuentra el engranaje adecuado, y consigue devolverte las respuestas que estás buscando. Alargas el brazo derecho hasta la mesilla de madera y coges el teléfono móvil, aprietas el botón preciso para poder ver la hora que es. Las cortinas de gasa apenas dejan entrever una leve claridad, por lo que antes incluso de conseguir ver la cifra exacta en la pantalla iluminada, tienes una idea somera de ella. Te incorporas despacio, intentando que tus movimientos no despierten a la persona que se arrebuja bajo las sábanas unos centímetros más allá de ti. Pones los pies sobre el suelo y el leve frescor de las baldosas te hace desperezarte con algo más de rapidez. Caminas lentamente, como si el mismo cuidado que has puesto en no generar demasiados movimientos en el colchón, lo tuvieses también a la hora de salir despacio de esa habitación, al coger un par de cosas de la mesa amplia que hay frente a la cama, al caminar por el pasillo de salida, o al encajar la puerta de la habitación en su quicio.

El pasillo está a oscuras, pero la suave claridad que penetra por los cristales es más que suficiente para permitirte caminar hacia la puerta al final del corredor que buscas. Giras a izquierda, y al fondo de ese embaldosado, puedes percibir el mar, el océano que esta madrugada por fin se ha tranquilizado un poco. Cuando terminas de dar los seis pasos finales, la brisa del aire te roza el cuerpo del todo, pero es especialmente en el rostro donde más la notas, esa brisa fresca y húmeda de los amaneceres al borde del mar, y el olor a salitre en la fosas que siempre te acompaña cuando visitas un sitio como este.

Cierras los ojos unos segundos, para ser aún más consciente, para terminar de dejar en blanco tu mente, para dejar que esa brisa consiga atravesarte cada centímetro cuadrado de tu cuerpo. Caminas unos pasos más hasta la tumbona fría que hay a un lado de ese mirador, y te sientas unos segundos sin terminar de tumbarte completamente, sólo apoyado y contemplando en su inmensidad y a través de ese color violeta tenue lo que consigue hacer el amanecer sobre la superficie del agua en este lugar del mundo.

Es un gesto mecánico, quizá programado por ti mismo unos minutos antes cuando intentabas descubrir dónde te encontrabas, e inconscientemente sabes que eso es lo que en muchas ocasiones te devuelve la tranquilidad cuando no la encuentras, o te reconcilia con un punto del planeta cuando todo lo demás lleva el ritmo que quiere. A veces, simplemente, es la mejor manera para arrancarte con cierta dulzura, un sencillo esbozo de sonrisa. El reproductor de mp3 suena al fondo, como un susurro leve, amortiguado, en sordina, pero eres perfectamente capaz de reconocer la melodía, la intensidad creciente de esa canción que se va haciendo densa a medida que avanza, y cómo de manera casi idéntica a lo que se ve en tonos violeta desde este mirador, hay pasajes donde parece poder escucharse el arrastre de las olas venciendo al final de la playa, lo mismo que está ocurriendo de manera real, instantánea, poderosa, unos metros más abajo de tus pies. Por eso, al final, cuando la melodía se intensifica, cuando se genera la atmósfera metálica y lisérgica más allá del tercer minuto, el esbozo que se va dibujando en tus labios tiene el sabor dulce y algo mentolado de un amanecer como este, donde los ojos que mejor saben mirar de la década, ni siquiera atisban el modo en que son capaces de hacer fluir el mundo.

Resonando: All I need_Radiohead


* Fotografía: Adam Burn

09 mayo 2010

Como un banco en el parque


Hay ocasiones en que el mundo parece girar en un sentido concreto para llevarlo a un punto determinado, no importa cuál. Y lo único que cabe en uno mismo, es sonreír con lentitud, recibir el viento ansioso que viene soplando estos días, y dar paso a ese giro curioso del mundo para que haga malabarismos a su antojo.

A veces los recuerdos son como una lengua densa y caprichosa que te acompaña sin sentirla la mayor parte de los días, pero que sólo de vez en cuando y utilizando resortes aleatorios, hace su acto de aparición para atarse a tus tobillos o tus bolsillos y dorarte una tarde nubosa de vuelta de algún punto del país, o para virar a gris un amanecer lento y suave en mitad de un viernes cualquiera.

Y en otras ocasiones, basta con abrir los ojos y los sentidos lo suficiente como para que los recuerdos sean un escenario lo suficientemente potente como para aparecerse en formato real frente a ti, haciendo esos malabarismos de las sendas y universos que se cruzan a lo largo del calendario, mientras escuchas la voz que llega desde no se sabe cuánto, o pronuncian un nombre a tu alrededor y lo reconoces al instante y esa sonrisa se hace incomprensible para los que te rodean.

Y como en el final imaginado de un cortometraje cualquiera, mientras la cámara se aleja de ese banco en mitad de algún parque risueño de alguna ciudad sin nombre aparente, uno se abrocha con hábito la cazadora que sigue siendo precisa a estas alturas todavía, se despereza, como quitándose de encima las cáscaras de pensamiento que no corresponde llevar encima más allá de lo preciso, y con el ritmo acompasado de la canción que suena de fondo, levantarse y caminar saliendo del plano, o viéndose alejarse con cierta plenitud y tranquilidad sobre los hombros.

Resonando: Un muelle_Pauline en la playa


* Fotografía: Sam Edwards