22 junio 2008

La luna con las manos frías 1.2

Bajó la cabeza instintivamente cuando se cruzaba con aquella pareja en la acera, para no golpearse sin querer con el paraguas que ellos sostenían y que, quizá, en su embeleso, no habían sido capaces de apartar un poco para que ella pudiese pasar sin problemas entre la fachada y ellos.
Cuatro pasos más allá se quedó mirando un escaparate unos minutos. Primero observando con cuidado aquel juguete antiguo de madera que siempre se detenía a contemplar cuando pasaba por aquí, y unos segundos más tarde, ya sin pretenderlo conscientemente, o quizá dejándose vencer por la desidia aceitosa de ese juego ineficaz de la fantasía, pensando en él, en lo que estaría haciendo ahora, en las palabras que compartieron dos meses antes justo delante de este mismo escaparate, cuando ambos se detuvieron frente a él y guardaron silencio al principio. Ella ensimismada con ese juguete de madera y él, al rato, como dejándolo caer, soltando aquella frase, demoledora, aunque no supiese realmente que lo estaba siendo, pero como solía serlo con más frecuencia de la que podría haber creído.

“Es bonito el reflejo de este escaparate, es un reflejo silencioso, pero nos muestra como una pareja cotidiana. Si uno se fija, desde el otro lado de la calle en el reflejo que exuda el escaparate, nos vería a ambos, tú con la mirada puesta en un objeto al otro lado del cristal, y yo buscando con simulada destreza cuál puede ser ese objeto, para no tener que preguntarte, dentro de unos días cuando venga a comprártelo, y poder regalártelo por sorpresa”.

De nuevo, con cierto grado instintivo en el gesto, Claudia varía el gesto, su mirada, para apoyarla en la acera del otro lado de la calle, en el lugar hipotético donde podría haber estado aquella tarde ese observador omnisciente al que se refería Bruno con aquella frase que le gustó tanto, que acabó de mostrarle las ganas de él, en el supuesto de que no hubiesen sido ya demasiado patentes. Esta vez, al otro lado de la calle, otras personas caminaban apresuradas sin fijarse en nada, nadie parecía ser el observador discreto de aquella frase de Bruno de dos meses antes, pero tampoco, para variar el cuadro un poco más, ella le tenía a su lado ahora.

Se abrochó el último botón de su abrigo y se puso a caminar de nuevo, girando rápidamente en la primera esquina, para apartarse cuanto antes de esa calle, del escaparate y del reflejo que se lo comía todo.


Resonando: la canción del relato

4 comentarios:

Tita dijo...

Hasta el último rincón de todo mundo, que hayamos visitado, puede recordarnos infinidad de saltos de corazón. Yo me quedo con que todo cambia menos los recuerdos, lo mejor: habrán más y más, nuestro álbum es infinito siempre y cuando nos levantemos.

Besos grandes

(s_gg) dijo...

Hay momentos, como el que recogía el reflejo del escaparate que pones en palabras, que nunca dejan de ocurrir. Por eso volvemos a encontrarlos, casi sin querer unas veces, como si no pudiéramos o no quisiéramos evitarlo; y otras, porque los buscamos con ganas.
Me ha gustado mucho tu texto.

Princess Valium dijo...

Los reflejos siempre son peligrosos, distorsionan la realidad y a veces no queremos darnos cuenta de ello. Siempre deberíamos tener un pie en el lado "bueno" del cristal, falta saber siempre cuál es ese lado.
Besos

Iraultza dijo...

Tita: siempre pegamos más "fotografías" en ese álbum, esa es la gracias, verdad? Besos enormes.

(s_gg): gracias, muchas. Y tendemos a recogerlos entre las manos, como hormiguitas, atesorando esos segundos, esos reflejos, esos momentos...esas esperas...

Princess: eso es lo complicado, saber a qué lado del cristal nos encontramos...porque solo solemos saberlo después. Besos.