06 diciembre 2010

La Baker


Por motivos que no vienen al caso, hace unos días le comentaba a una amiga algo sobre Josephine Baker. Me sigue sorprendiendo que siga siendo casi desconocida una mujer que además de un talento tremendo para el baile, el jazz o el swing, incluso para bailar el bebop, peleó de una manera completamente desusada para esa época, con casi todos los prejuicios que existían. Formaba parte de casi todas las "minorías" sobre las que se volcaban, y desgraciadamente aún se siguen volcando, la mayor parte de prejuicios. Era mujer, mulata, del opresivo sur de EEUU de entonces, y se dedicaba a las "variedades" por llamar de algún modo al tipo de espectáculos que ponía en escena, además de ser menor de edad cuando comenzó su carrera.

Desde los catorce años, después de ganar un concurso de baile, comenzó a bailar y cantar en clubs nocturnos, teatros de variedades...y a los dieciocho años actúa por primera vez en el Cotton Club de Nueva York, el local que era casi una cima del jazz en los años veinte en Estados Unidos. Pero los criterios morales que la sociedad norteamericana de esos años manejaba y, quizá, una actitud casi hiperactiva, la llevan a Europa, a los felices años veinte europeos que todavía casi no podían ni siquiera sospechar los terribles treinta y cuarenta que se avecinaban. Y qué mejor lugar para una personalidad inquieta, con un dominio absoluto del baile, la voz, su propio cuerpo, y el exotismo a la hora de moverse que el Folies Bergère de París. A partir de ahí su dinámica ya es explosiva, comienza a actuar en películas, posa como modelo y pin-up, monta su propio club, cualquier sala que se precie de serlo quiere contar con sus actuaciones...la segunda mitad de los años veinte y casi todos los años treinta están rodeados, en lo musical de ella.

Además de una voz extremadamente peculiar para cantar los temas de jazz, pero casi perfectamente diseñada para adaptarse al swing, o a los temas ligeros que también grabó, su modo de bailar, y sobre todo, la fina ironía con que mostraba, casi de manera despreocupada, su cuerpo fibroso y muy delgado para los estándares de aquella época, exudando una sexualidad salvaje casi en cada movimiento, la convirtieron, desde ciertos puntos de vista, en casi un espectáculo exótico. Sin embargo, en ningún momento parece que ella recelase, sino más bien lo contrario, aprovechando esa visión parcial que se tenía por entonces de lo extravagante, y añadiendo en sus números o películas un gran volumen de referencias africanas, árabes, en los ropajes, en los decorados de sus filmes, en las historias que contaba o cantaba, sin olvidar una cierta mezcla del vaudeville o la revista musical (los plumajes, la brillantina, el maquillaje...).

Por si no fuese suficiente, durante la segunda guerra mundial vuelve a Europa, y acaba formando parte de la resistencia francesa, peleando, en cierta parte desde su terreno, la diversión, la música, a hacer más soportable para los soldados aquellos años terribles. Durante finales de los cincuenta y sesenta siguió actuado en París y volviendo de vez en cuando a EEUU, finalmente detuvo en Cuba y realizó una gira mundial para finalizar su carrera.

Todo en ella acaba resultando fascinante cuando se mira con un poco de detalle, su conciencia social, su valentía, su talento, su capacidad para reinventarse y enfrentarse a lo establecido, al miedo de varios años acumulado en los bolsillos de miles de personas que con un mundo deprimido por la guerra, la crisis del 29, la miseria, las desigualdades y los prejuicios enormes entre clases, era casi un erial de creatividad, experimentos creativos e innovación. Pudo con eso y con todo lo que le salió a su encuentro, y sin embargo a estas alturas apenas es conocida, admirada, o simplemente una más entre las "divas" que en esas tres décadas que van de los treinta a los sesenta afloraron para hacer de la música algo todavía más grande. Sin embargo, resulta casi un modelo renacentista de talento en diferentes disciplinas.

Para verla, como siempre, Youtube es una fuente magnífica para recuperar aquellas cosas que no sabíamos que podíamos tener al alcance de la mano y poder recrearse en ello.

Escuchar, por ejemplo, "La petite Tonkinoise", puede convertir una mañana cualquiera en algo cálido, acogedor, una muestra casi artesanal de lo que conseguía hacer con su música y su personalidad Josephine Baker.

Resonando: La petite Tonkinoise_Josephine Baker

09 noviembre 2010

Como en un cómic...


Miraba las luces de la ciudad desde el lado más cálido de los ventanales. Lo hacía a ratos, como si suspendiese la observación momentáneamente para quedarse detenido en el fondo del vaso que tenía delante, lleno de cubitos de hielo y de boca ancha. La ciudad extraña parecía latir frenética a lo lejos, entre ese cúmulo de luces de tonos diferentes y sin embargo como formando parte de la misma subescala cromática, mientras en la barra de aquel elegante hotel apenas cuatro o cinco personas se dejasen devorar por las manecillas de cualquier reloj.

La camarera le había visto nada más llegar, pero él no había sido capaz de reparar, no había levantado la vista lo suficiente, en ella. Simplemente había musitado la bebida que deseaba y había esperado a que se la sirviesen. Ella terminó de preparar dos combinados y miró de reojo a aquel tipo que seguí como atrapado entre el vaso de cristal caro y el horizonte iluminado de la ciudad.

Le había llamado la atención nada más verlo, y no sabía exactamente porqué. Las manos, delicadas, que se movían despacio pero seguras, los ojos que parecían callar alguna historia invisible, el olor a perfume caro pero nada empalagoso que parecía rodearle de un modo sutil, la actitud serena y diligente y sin embargo esa forma de aparentar cierta ingravidez en sus movimientos. Todo el conjunto, poco a poco, le iba pareciendo cada vez más interesante, pero no se acercaba, simplemente prefería mirarle de reojo desde cualquier punto tras la barra.

En un momento determinado él sacó un paquete de tabaco de algún bolsillo de su cazadora y levantó la mirada buscando la aprobación de quien quiera que fuese que estuviese tras la barra, y fue justo en ese instante cuando se percató de la belleza de ella, de sus ojos negros enormes, de los pómulos levemente marcados, de los labios carnosos y el pelo rizado revoloteando con exactitud y cierto desorden alrededor de su cabeza. Ella se acercó con diligencia sobrentendida y al aproximarse pudo escuchar cómo él le preguntaba si allí se podía fumar, en un idioma que no era el suyo, sino el propio del país en que se encontraban. Ella colocó una sonrisa amable y disculpante en mitad de su rostro, y en ese mismo idioma le dijo que no era posible, mientras reconocía casi inconscientemente que aquel tipo era de su mismo país, el acento les delataba a ambos. Tardó sólo unos segundos en atreverse, se giró, se volvió a acercar unos pasos a él, y en castellano (dos apuestas en una, como los grandes jugadores de poker) le propuso salir a una pequeña terraza donde a veces ella salía a tomar el aire. Él le devolvió la sonrisa, y en el mismo castellano, aceptó.

Él le invitó a un cigarrillo, mientras ambos, con leve torpeza, procuraban colocar sus cuerpos adecuadamente, entre la timidez y el descaro contenido, en el pequeño espacio de aquella terraza. Ella, con los ojos puestos en aquel horizonte preñado de luces, ni siquiera tuvo que pensar demasiado para decir algo.
- Cada vez que veo la ciudad así, me imagino que hay miles de personas yendo de un lado a otro, buscando sin saber qué, y me mareo un poco.

Él se apoyó despacio sobre la baranda, con la mirada perdida también en esa sopa de luces, y todavía con una débil mueca sonriente en su rostro.
- Yo me imagino a toda esa gente yendo y viniendo, sus rutinas, sus excepciones, algunos haciendo el amor, otros discutiendo, algunos otros en un silencio gélido, algunos aglomerados en cualquier local, y unos cuantos más solos. Y justo en ese momento, cuando todas esas personas se dedican a lo suyo, desde este punto y lugar, me siento invisible.

Ella mastica despacio las palabras que acaba de escuchar. Le gusta el tono pausado con que habla, como si pudiese generarle una tranquilidad íntima. Respira y abre un poco más los ojos, como queriendo retener con ese gesto, el olor suave de su perfume y el de la ciudad a estas horas en esta época del año, a la vez, como una mezcla apasionante e inesperada de dos olores que han sido capaces de mantenerse independientes entre sí hasta este momento.
- Pero yo puedo verte. Incluso si me lo propongo podría tocarte.

Él apaga su cigarrillo, se gira y acerca su cuerpo al de ella, a escasos centímetros. Ella nota un escalofrío potente alrededor de sus músculos, que se convierte en tornado cuando él aproxima sus labios a su oído izquierdo.
- Entonces dejaríamos de ser la mujer mareada y el hombre invisible. Tú me tocarías para recuperar el equilibrio y yo comprendería por fin, que tú eres capaz de verme.

Ella gira su rostro, y lo deja a escasos centímetros, justo el espacio en que aún se pueden observar con claridad ambas pupilas mutuamente.
- Y nos convertiríamos en ellos, yendo y viniendo, en nuestras excepciones, haciendo el amor.

Resonando: Summertime_Ella Fitzgerald


* Fotografía: Phil Essing

05 septiembre 2010

A qué suena


Hay música para todos los gustos, y para todos los sentidos, ahora que se pregona la crisis, una en concreto que parece llevar durando desde hace varios quinquenios, se escucha más música que nunca, y casi resulta extraño caminar por una acera del centro de la ciudad y que más de una persona seguida no lleve auriculares. Y entre todos esos océanos existe música de todos los colores, música enlatada para digerirla como las hamburguesas o las películas con muchos efectos especiales, sin pensarlo ni analizarlo, como si formase parte de cualquier acto cotidiano más, automático, sin capacidad para entregarse al hecho de escucharla.

Y entre todo eso, también hay música tan pretendidamente elaborada que resulta insoportable reconocer en los acordes, en las frases, en la forma de venderla, la pretensión, la sensación casi irónica de la condescendencia del que ha elaborado aquello probablemente pensando que no tenía más remedio aunque no existan oídos lo suficientemente educados para poder asimilar aquello.

Afortunadamente también podemos encontrarnos con mucho más de algo que no es ni lo uno ni lo otro, que solo es, que no es poco, música, que proporciona sensaciones, a cada cual las suyas, con esa diferencial forma en que una misma estrofa, un sonido, un mismo instrumento, puede conseguir despertar tantas asociaciones distintas como personas la estén escuchando.

Sobre algo así se puede pasar una madrugada tenue, larga y lenta como la de cualquier noche de verano detenida en el tiempo, discutiendo con la suavidad del tacto de la piel si esa voz suena como una prenda de ropa al caer contra el suelo, o como un bostezo perezoso al despuntar el día con el salitre disolviéndose en las cortinas de gasa de esa habitación que espera impaciente para traducir adecuadamente a qué suena esta canción.

Resonando: Le monstre_Madjo


* Fotografía: Jonatan Martin

28 agosto 2010

En el espejo...

Alex Majoli_Woman in Mirror
Lo he comentado en más de una ocasión, pero me sigue apasionando la voracidad visual con que nos relacionamos actualmente con casi todo. Del mismo modo que antiguamente la imaginación se alimentaba casi exclusivamente de lo oral, de los contadores de historias, de los cuentos, relatos, incluso las noticias, ahora dependemos voluntaria o involuntariamente, de una imagen, de un vídeo, nuestras charlas más banales o incluso las más profundas, acaban partiendo de lo visual.

Hace unas cuantas semanas me crucé por azar (siempre el azar, claro), con una fotografía que me sugirió una historia, con esa tendencia a imaginar a partir de un instante congelado sin aparente contenido más allá de lo puramente visual. Una imagen que, aparentemente, no comprende ninguna noticia de portada, no refleja ningún conflicto ni tragedia, no muestra a ninguna celebrity, no ilustra ninguna publicidad, ni recoge un delicioso horizonte para un catálogo de viajes. No he conseguido aún saber de dónde viene, si forma parte de un reportaje mayor con un tema que lo hile, o es una fotografía única que no forma parte de nada más. Inicialmente ni siquiera supe quién era el fotógrafo, si realmente era un profesional o aquella imagen era un simple retazo de alguien anónimo que deja una foto en la red y acaba girando sin sentido por diferentes sitios habiendo nacido en la intimidad anónima de una noche cualquiera.

Mostraba un instante sencillo, cotidiano, aparentemente despojado de cualquier otra connotación, de una mujer frente a un espejo, maquillándose, recogida entre dos bordes de oscuridad frente al tenue brillo que enmarca el quicio de la puerta de un baño, un brillo sepia que lanzan dos bombillas y un espejo frente a la posición de la cámara, parapetada en la oscuridad de un pasillo, que dota al espectador de la sensación de voyeur precisa para detenerse, como el fotógrafo, a contemplar la familiar intimidad de una mujer en el momento en que comienza a maquillarse. Pero contenía algo, muchos detalles inconexos de repente unidos por la imaginación y la deducción desnuda, que invitaban a contemplar aquella imagen con más detenimiento para arrancar con más potencia la historia que la imaginación había intuido inicialmente al toparse con ella.

Una mujer morena, de pelo rizado levemente desordenado cayendo por su espalda, cuyo rostro se puede ver no directamente sino como reflejo en el espejo, de la que se intuye un rostro aún apenas tocado por el maquillaje, quizá en esos primeros segundos en que ese acto relativamente cotidiano, se inicia. Pero los detalles, los elementos accesorios de la imagen fueron los que trastocaron la breve historia que empecé a imaginar a partir de la primera impresión de la foto. Hay un neceser abierto sobre la tapa del inodoro, las bombillas sobre el espejo sugieren un camerino, y sin embargo las cortinas de la ducha, de la que apenas se intuye un pequeño pedazo a la derecha de la figura femenina, y lo que quizá parece un tubo de dentífrico sobre una pequeña jabonera bajo el espejo convierten lo público en privado, lo confunden, reflejando una mezcla algo caótica de rutina y excepcionalidad, como si no quedase clara la relación temporal entre ese pequeño habitáculo y su ocupante, como si no hubiese una pista concreta ni potente de la que deducir el grado de temporalidad de esa mujer en aquel baño, como si no fuese un local público, y sin embargo ella si estuviese de paso allí dentro, más aún por la indumentaria que lleva, una camiseta de tirantes ajustada, negra, que contemplamos por detrás, sobre una piel sepia por el tamiz de la imagen, pero que intuimos blanca, natural, sin rozar por el sol, probablemente en mitad de un invierno largo en un lugar apartado de la costa, una falda minúscula, de colegiala, que no muestra nada pero sugiere mucho, apenas quince o veinte centímetros de tela con breves tablas que enmarcan unas caderas explosivas, tensas, jugosas y deliciosas, una anticipación de los muslos que, esta vez sí, no hace falta intuir porque se pueden ver claramente, quizá lo único obvio en toda la fotografía, una piel tersa y visualmente dura, en ese punto de madurez fronteriza entre los veintimuchos y los treintaypocos probablemente, y finalmente, como deleitándonos con la indulgencia mezclada entre la fugacidad y la constancia, dándonos más mensajes equívocos de la relación temporal de la mujer con la estancia, unas botas claras, con un tacón grueso intuido y una caña alta que deja la rodilla a unos escasos diez centímetros por encima de su borde.

Un instante, y decenas de detalles que se contradicen, una imagen que nos dota de complejidad un segundo perdido en cualquier noche invernal en cualquier lugar. Y la imaginación dejando crecer una historia que parte de algo tan cotidiano, tan intemporal y a la vez exclusivo y único como una mujer frente a un espejo. Y el azar, siempre el azar, diciéndome hoy, que se trata de una fotografía profesional, de Alex Majoli, una imagen desconocida para mí de un fotógrafo de la Agencia Magnum al que descubrí hace años con un reportaje completamente opuesto.

Y la imaginación alimentándose de lo visual para hacerme empezar a desliar una historia.

Resonando: Hot toddy_Usher ft. Jay-Z


* Fotografía: Alex Majoli

15 agosto 2010

Mucho más pequeño


Ocurre en muchas situaciones, pero quizá la más precisa, tangible podamos sentirla cuando volvemos a leer algo que en su momento nos abrió la imaginación y nos tuvo enganchados a las páginas durante varios días o semanas. A veces, con esa casualidad almibarada por tantas y tantas sobadas frases de las que consumimos sin darnos demasiada cuenta, volvemos a abrir las páginas de un libro que leímos cuando apenas empezábamos a vislumbrar lo que podemos haber llegado a ser hoy, o quizá pasado mañana, y nos damos cuenta casi de inmediato de que hay algo que no encaja, como si al empezar a adentrarnos de nuevo en esa historia, en los mismos pasillos que imaginamos entonces, las cosas fuesen de distinto tamaño, tuviesen otro olor o incluso los colores pareciesen haber mutado en tonos completamente distintos. Es una sensación casi parecida a volver a un lugar donde no regresábamos desde que éramos pequeños, y de repente, al volver a pisar la estancia, todo nos parece mucho más pequeño a como lo recordábamos.
Con las historias que leímos y a las que volvemos pasado mucho tiempo, sucede algo parecido. En aquel momento construyeron en nuestra imaginación algunos palacios, o adornaron habitaciones vacías hasta entonces, o quizá simplemente le dotaron de entidad a una playa donde varaba un enorme navío o a una vereda junto a un río azaroso que otra novela ya había bosquejado entre otras brumas. Nos transformaron la pituitaria, las glándulas salivares y las terminaciones nerviosas durante las tardes perezosas en que buscábamos excusas para no ponernos delante del cuaderno, las noches calurosas en que el asfalto recalentado no nos dejaba pegar ojo y las hormonas convertían cada madrugada en una fiesta de azotea, o en las mañanas extremadamente alargadas entre las mesas funcionales que formaban la pequeña libertad de algún momento preciso en que nos dejaban estar solos durante unas cuantas horas.

Por eso, aquello que imaginamos y nuestra precaria memoria manipuló lo suficiente como para sedimentarse en ella durante mucho tiempo, parece muy diferente cuando volvemos a ello no a través de nuestro propio recuerdo, sino con el artificioso mecanismo que entonces lo arrancó todo, volviendo a abrir las mismas páginas algo amarillentas por el tiempo, de aquella novela. Pero si conseguimos preverlo levemente desde el inicio, esa nueva aventura, ese baño incandescente en aquel armario de entonces, en aquellas cajas llenas de cómics o en la manta de sofá que robábamos un rato para llevárnosla a la cama a esas siesta eternas que no acababan nunca más que con el sonido amortiguado de una vespino reconocible entre miles y la sonrisa de la temporada de nuestra vida al otro lado de la acera, y nos adentramos con cuidado, sin pretender romper nada, sino añadir, recrear, volver a paladear unos minutos de un sonido que se guardaba sin querer en nuestro recuerdo, de una temperatura demasiado baja que durante varias noches parecía no importar, o una prenda de ropa que cruzó demasiados años añorando el tacto de una sola noche, entonces, volver a determinados libros, a determinados cómics y a determinadas novelas, puede convertirse en el plan perfecto de una tarde cualquiera donde los relojes parecen haberse detenido en aquella arboleda sin destino, y en el tacto de una noche que nunca acabó aunque apenas hubo comenzado.

Resonando: Close to you_L.A.

* Fotografía: Don Farrall

20 julio 2010

El hueco de la espalda


Con qué facilidad pueden colarse determinadas notas en los pliegues mínimos que se forman entre los huecos que forman la espalda y las sábanas ardientes de una madrugada demasiado calurosa como para bebérsela entera.
Suena sin querer, en ese albedrío poco sincero que tienen algunos aparatos muy modernos desde donde nace la música en estos tiempos, y en la sordina del vapor licuado que generan los brazos, los movimientos lentos y apergaminados de las piernas sobre el colchón, del cuello endurecido por tantos giros inexplicables y la tela húmeda de la almohada, a través del silencio pesado de una madrugada sin bocinas ni banderas, se cuela ese sonido que pareciese casi salir de las entrañas de alguien en la misma fase REM que uno mismo en los días impares.

Quizá se trate de la perfecta sincronía con que parece contar una historia escondida en su escala, sin palabras, sin metáforas ni prosopopeyas, en línea recta sonora, como si esas notas que dan a luz desde un piano pudiesen conocer de antemano el camino exacto por el que deben transcurrir para acabar redondeando la perfección de un pedazo de historia que cada uno puede contar como desee.

En la brevedad pacífica de una madrugada perdida en los mapas, bajo el cielo oscuro de no se sabe dónde ni cuándo, y a través de una ventana que pareciese fabricada para otra cosa, se cuela el sonido perfecto, el ritmo adecuado, la melodía sincera y sencilla donde se tejen las historias que uno, cualquiera, quisiese contarse antes de ir a dormir, o en vez de ir a dormir. Y en el entretanto, mientras esas notas parecen restregarse perezosas y risueñas entre la espalda y las sábanas, uno puede deletrear lo que se le escurre de los labios con tanta precisión que asombra saberse reconfortado por el azar manipulador de alguien desconocido en alguna otra parte de la ciudad.

Resonando: As I am (Intro)_Alicia Keys


*Fotografía: Image Source

13 julio 2010

Desabrochado


Cuesta en ocasiones reconocerse a sí mismo completamente desabrochado de ciertas sensaciones que en el pasado, y durante mucho tiempo, formaron parte del inventario casi desmedido que se agolpaba en los bolsillos del abrigo. Cuesta reconocerse en la atonía sin estatura medible que horada los tobillos ampulosos de las esquinas de cada amanecer o cada acera mordida en una calle conocida que parece haberse apagado en mitad de alguna madrugada inconcreta que ni siquiera reconocemos a pesar de las miles de horas que le hemos echado al recorrido.

Y en esas labores ingratas puede uno perderse, no sé si con remedio o sin él, durante tanto tiempo como duran algunas sentencias, como duran algunos sabores en el paladar o alguna sonrisa en la memoria usb de la propia mirada.

Y sin embargo, a pesar de toda esa inconcrección y desasosiego aparente e incalculable, uno acaba relamiéndose en el color de algunas caricias, en algunos susurros malbaratados en el remanso de la espalda y no encuentra hilos de los que tirar para encontrar de nuevo una madeja que no se deja enhebrar ni controlar.

Resonando: Toda la verdad_Iván Ferreiro


Fotografía: John Woodworth

06 junio 2010

Algún ciudadano común


Hay algo de amargamente encantador en los resortes y recodos desconocidos de los engranajes más conocidos. Tienen un atractivo especial todas esas personas que se dedican a hacer su trabajo sin ser reconocidas casi ni por sus compañeros, pero que pertenecen a un entorno extremadamente conocido, rodeado de luces, brillos, portadas...

Hace unas semanas, Bárbara Celis, escribía un artículo relacionado con esto, tomando como “excusa” un delicioso libro recién editado en España de Gay Talese (“Retratos y encuentros”. Ed. Alfaguara. 2010) y realizándole una entrevista a este personaje en su casa de NY. Durante mucho tiempo, Talese fue considerado uno de los creadores del nuevo periodismo, al utilizar “herramientas” de la ficción para escribir de la realidad (un maravilloso ejemplo de esto, que Celis comenta en su artículo, es el extensísimo reportaje de Talese sobre Frank Sinatra, escrito sin haber llegado a hablar nunca con el cantante). Si pueden y quieren, les recomiendo vivamente este artículo/entrevista de Celis a Talese(aquí).


Tomando como partida ese libro, que habla de un NY distinto, el que se sale de los focos, de las portadas, de las guías de viajes y de los miles y miles de artículos, fotografías, películas...que todos hemos visto sobre la ciudad más famosa del mundo, en el que habla de los tres tipos diferentes de gatos que viven en la ciudad, de tejados, de porteros y ascensoristas, de lo que ocurre en sus calles un día de lluvia...tomando como partida esto, como digo, anoté otra cita en uno de los museos de Madrid, que engarzan a la perfección con esto. Desde el 10 de Junio en el Reina Sofía, se abre la exposición “Manhattan, uso mixto. Fotografía y otras prácticas artísticas desde 1970 al presente”, una muestra fotográfica que se inicia en el comienzo de los años 70 y recorre la ciudad enfocando, durante unos instantes, los ángulos, los momentos, los rostros y bordillos, más anónimos de esos años. Durante los años setenta, esos años de la desindustrialización de la ciudad, de los pasos previos al circo absurdo y aparentemente sin límites que vino en los ochenta, la fotografía de algunos artistas consiguió dejarnos muestras de lo que se escondía de los brillos y los estrenos que maravillaban ya entonces al resto del mundo. Algunos fotógrafos siguieron esa línea y mostraron esa misma cara oculta de la ciudad más desnuda ante el mundo, durante los ochenta y los noventa, e incluso se puede ver alguna muestra de estos últimos años, pero sigue manteniéndose, por encima de esos elementos que subyacen casi en cada una de las fotografías o montajes, ese criterio que a algunos nos atrae especialmente, los resortes y recodos que esconden las cosas, las personas, los espectáculos o simplemente las ciudades, lo que forma parte intrínseca de ellas, pero que nadie conoce, o al menos, nadie parece percibir entre tanto brillo, foco, portadas y glamour, como cuenta Talese en su libro, el ruido que hacen las planchas de metal del puente de George Washington cuando un coche pasa a toda velocidad sobre ellas, o el modo en que las palomas se adueñan de la ciudad durante veinte o treinta minutos cada día, durante los cuales no hay nadie más con capacidad de comerse las aceras y el asfalto y estos animales parecen ser los únicos que saben adueñarse plenamente de las verjas, los tejados, los arrullos que doblan las esquinas a través del aire que han dejado huérfano los últimos borrachos en retirarse, las prostitutas y los trompetistas que han acabado sus actuaciones en lugares llenos de humo y de sueños teñidos de un amarillo ocre que no acaba de encontrar el lugar que buscaban años atrás, un aire que todavía no ha encontrado el abrazo de los trabajadores más madrugadores que caminan en silencio hosco hasta las bocas de metro, el ruido de los taxis o de los tacones que buscarán con determinación sacada de algún lugar remoto, los portalones enormes de un rascacielos donde se esconde una promesa huidiza y transparente, el olor de los puestos ambulantes y el sonido mecánico y artificial de las miles de conversaciones de cualquier ser anónimo que camine dentro de un rato por esas mismas aceras.

Es una forma como otra cualquiera de meterse hasta el cuello en este verano, las palabras de Talese y las fotografías deliciosas del Manhattan de los setenta, una forma como otra cualquiera de evocar dentro de la imaginación de cada uno, un buen puñado de sensaciones tan reales o inventadas como la vida de cualquiera, de esos personajes que pasan media vida bajo focos, brillos, portadas y noticiarios, o de aquellos otros que construyen uno de los puentes más famosos del mundo, escriben esquelas en el periódico más conocido en cualquier parte, o pasan miles de horas al año en la puerta del edificio más reconocido por cualquiera en algún lugar del planeta.

Resonando: Letting the cables sleep_Bush


* Fotografía: Peter Hujar_NY downtown in 1976

23 mayo 2010

Es todo


Es muy temprano cuando abres los ojos, con esa impericia que suele asaltarte cuando duermes por primera vez en una cama que no es la habitual. Los primeros segundos de vigilia son como un torrente denso y algo gaseoso de ideas que no consigues filtrar completamente en la conciencia, y lo único que brilla con algo más de certeza es la desorientación con sabor algo acerado en el paladar.
Finalmente, tras esos segundos inertes y desquiciantes, tu cerebro encuentra el engranaje adecuado, y consigue devolverte las respuestas que estás buscando. Alargas el brazo derecho hasta la mesilla de madera y coges el teléfono móvil, aprietas el botón preciso para poder ver la hora que es. Las cortinas de gasa apenas dejan entrever una leve claridad, por lo que antes incluso de conseguir ver la cifra exacta en la pantalla iluminada, tienes una idea somera de ella. Te incorporas despacio, intentando que tus movimientos no despierten a la persona que se arrebuja bajo las sábanas unos centímetros más allá de ti. Pones los pies sobre el suelo y el leve frescor de las baldosas te hace desperezarte con algo más de rapidez. Caminas lentamente, como si el mismo cuidado que has puesto en no generar demasiados movimientos en el colchón, lo tuvieses también a la hora de salir despacio de esa habitación, al coger un par de cosas de la mesa amplia que hay frente a la cama, al caminar por el pasillo de salida, o al encajar la puerta de la habitación en su quicio.

El pasillo está a oscuras, pero la suave claridad que penetra por los cristales es más que suficiente para permitirte caminar hacia la puerta al final del corredor que buscas. Giras a izquierda, y al fondo de ese embaldosado, puedes percibir el mar, el océano que esta madrugada por fin se ha tranquilizado un poco. Cuando terminas de dar los seis pasos finales, la brisa del aire te roza el cuerpo del todo, pero es especialmente en el rostro donde más la notas, esa brisa fresca y húmeda de los amaneceres al borde del mar, y el olor a salitre en la fosas que siempre te acompaña cuando visitas un sitio como este.

Cierras los ojos unos segundos, para ser aún más consciente, para terminar de dejar en blanco tu mente, para dejar que esa brisa consiga atravesarte cada centímetro cuadrado de tu cuerpo. Caminas unos pasos más hasta la tumbona fría que hay a un lado de ese mirador, y te sientas unos segundos sin terminar de tumbarte completamente, sólo apoyado y contemplando en su inmensidad y a través de ese color violeta tenue lo que consigue hacer el amanecer sobre la superficie del agua en este lugar del mundo.

Es un gesto mecánico, quizá programado por ti mismo unos minutos antes cuando intentabas descubrir dónde te encontrabas, e inconscientemente sabes que eso es lo que en muchas ocasiones te devuelve la tranquilidad cuando no la encuentras, o te reconcilia con un punto del planeta cuando todo lo demás lleva el ritmo que quiere. A veces, simplemente, es la mejor manera para arrancarte con cierta dulzura, un sencillo esbozo de sonrisa. El reproductor de mp3 suena al fondo, como un susurro leve, amortiguado, en sordina, pero eres perfectamente capaz de reconocer la melodía, la intensidad creciente de esa canción que se va haciendo densa a medida que avanza, y cómo de manera casi idéntica a lo que se ve en tonos violeta desde este mirador, hay pasajes donde parece poder escucharse el arrastre de las olas venciendo al final de la playa, lo mismo que está ocurriendo de manera real, instantánea, poderosa, unos metros más abajo de tus pies. Por eso, al final, cuando la melodía se intensifica, cuando se genera la atmósfera metálica y lisérgica más allá del tercer minuto, el esbozo que se va dibujando en tus labios tiene el sabor dulce y algo mentolado de un amanecer como este, donde los ojos que mejor saben mirar de la década, ni siquiera atisban el modo en que son capaces de hacer fluir el mundo.

Resonando: All I need_Radiohead


* Fotografía: Adam Burn

09 mayo 2010

Como un banco en el parque


Hay ocasiones en que el mundo parece girar en un sentido concreto para llevarlo a un punto determinado, no importa cuál. Y lo único que cabe en uno mismo, es sonreír con lentitud, recibir el viento ansioso que viene soplando estos días, y dar paso a ese giro curioso del mundo para que haga malabarismos a su antojo.

A veces los recuerdos son como una lengua densa y caprichosa que te acompaña sin sentirla la mayor parte de los días, pero que sólo de vez en cuando y utilizando resortes aleatorios, hace su acto de aparición para atarse a tus tobillos o tus bolsillos y dorarte una tarde nubosa de vuelta de algún punto del país, o para virar a gris un amanecer lento y suave en mitad de un viernes cualquiera.

Y en otras ocasiones, basta con abrir los ojos y los sentidos lo suficiente como para que los recuerdos sean un escenario lo suficientemente potente como para aparecerse en formato real frente a ti, haciendo esos malabarismos de las sendas y universos que se cruzan a lo largo del calendario, mientras escuchas la voz que llega desde no se sabe cuánto, o pronuncian un nombre a tu alrededor y lo reconoces al instante y esa sonrisa se hace incomprensible para los que te rodean.

Y como en el final imaginado de un cortometraje cualquiera, mientras la cámara se aleja de ese banco en mitad de algún parque risueño de alguna ciudad sin nombre aparente, uno se abrocha con hábito la cazadora que sigue siendo precisa a estas alturas todavía, se despereza, como quitándose de encima las cáscaras de pensamiento que no corresponde llevar encima más allá de lo preciso, y con el ritmo acompasado de la canción que suena de fondo, levantarse y caminar saliendo del plano, o viéndose alejarse con cierta plenitud y tranquilidad sobre los hombros.

Resonando: Un muelle_Pauline en la playa


* Fotografía: Sam Edwards

25 abril 2010

Todas las estaciones de tu estómago


Como el chocolate caliente que se derrama espeso y lento sobre la piel acalorada con el sol y refrescada lentamente con una ducha fría horas después, igual que una habitación en penumbra en mitad de una madrugada a la que se llega después de demasiados veranos indolentes sin unos labios que llevarse a la boca, o como una calle con dos farolas mentirosas que esconden entre la penumbra el comienzo de una tormenta difícil de digerir. Así son determinadas canciones espesas y reconfortantes, cuando las cazas al vuelo en algún sitio y te quedas con dos estrofas un invierno cualquiera en mitad de ninguna parte, y parecen quedarse descansando en tu memoria como si tal cosa, para volver, varios años después, al borde de tus labios, mientras alguien a quien hacía mucho que no veías, te redescubre la mejor manera de llevar unos vaqueros.

El soul más delirantemente cálido tiene la cualidad de poder formar parte de la noche más letárgica de un verano indefenso, o de la madrugada más íntima de uno de estos inviernos preferidos que están por llegar. Cuaja del mismo modo con el sonido de fondo de las olas rompiendo en una playa desconocida que no volverás a pisar mientras el sol permanezca suspendido en su telaraña que con el delicado sonido que suele hacer la ropa interior en las habitaciones donde se juega a la ruleta rusa con los botones de los pantalones, forma parte indisoluble de una baño lento y suave que se remansa en los costados que recorren los dedos contrarios, o de un combinado espumoso mientras el roce de dos piernas al cruzarse emiten melodías que sólo el oído más avezado en sus sinfonía puede escuchar con claridad.

Hay voces pergeñadas para convertir la extensa comarca que comprenden dos orgasmos, en un universo donde habitan las formas redondeadas que eres capaz de reconocer con los ojos cerrados y recuperar lo que nunca supiste dónde se quedó aparcado.

Hay melodías con la suficiente cadencia gelatinosa como para acompañarte a algún lugar al que no supiste cómo llegar y en el que sin embargo, al descubrirte allí, supiste que era donde te esperaban desde siempre. Porque hay canciones que son capaces de contener todas las estaciones que sabe descifrar tu estómago.

Resonando: 100 days, 100 nights_Sharon Jones & The Dap-kings


* Fotografía: Peter Zander

18 abril 2010

Malviviendo


El otro día comentaba algo sobre nuestro modo de consumir medios desde hace unos años con el intensivo uso que Internet tiene cada vez más en muchos sectores de la población. Al hilo de ello, además del consumo, también se ha hablado, y se seguirá hablando, de las posibilidades que tiene como plataforma, como trampolín...pero no necesariamente debe serlo sin más, como trampolín para qué, porque cada vez pierde más sentido que algo que es bueno en Internet tenga necesariamente que acabar como hito máximo, estando en televisión. Afortunadamente, la creatividad y el talento no están, aunque muchos sigan creyéndolo, donde hace tiempo se suponía que debía estar. A veces no lo encontramos (no sólo tiene ventajas esto de los nuevos medios, también puede llegar a ser un aquelarre de mediocridad o sin sentidos), pero otras tenemos la fortuna, el golpe de click te puede llevar a los lugares más insospechados, y en ocasiones merece la pena, de encontrarnos con cosas diferentes, con talento, interesantes.

Desde hace un tiempo las series para televisión se han convertido en el reducto donde, siempre la opinión mainstream, se volvía a hacer buen cine, buenos guiones, buena dirección, los mejores actores acudían a encontrar todo eso...

Quizá el paradigma de todo eso ha sido la serie estadounidense The wire o Mad Men. No tengo ninguna objeción sobre ello, no las sigo intensamente, pero las he visto en mayor o menor medida. Pues bien, esas casualidades a golpe de ratón de las que hablaba antes, me llevaron hace unos meses a encontrarme con una serie con orígenes en otra casualidad, que se ha convertido en un acontecimiento cada vez que aparece un nuevo episodio. Es una serie amateur, impecablemente escrita, editada, producida, con una línea entre la ficción y la realidad deliciosamente gris, con personajes entre irónica y pulcramente delineados, con todo lo que una serie debe tener para engancharte sin más. Divertida, repleta de referencias endógenas y exógenas, protagonistas con roles complementarios, banda sonora original de calidad....no hay mucho más que decir. Acaban de finalizar su primera temporada, pero espero que haya muchas más...si tienen la ocasión y el rato, no se pierdan esta maravilla. “Malviviendo”. Desde el barrio de Los Banderilleros de Sevilla, el Zurdo, el Negro, el Postilla y el Caqui...una delicia de serie sin necesidad de más que ganas, imaginación, talento, creatividad, y un pelín de suerte. Así es “Malviviendo”.

Resonando:Falange men_The Glands

04 abril 2010

A little bit of dirty


Aunque en los últimos años, a una velocidad creciente, nuestro modo de consumir contenidos ha variado de manera brutal, hay algunos tics que se siguen manteniendo a pesar de ello. Uno de estos, es la forma en que determinadas campañas de publicidad consiguen dirigir la atención sobre determinados estilos de música, o simplemente, sobre algunas canciones.

Hace unos días vi un spot de una marca de ropa deportiva donde aparecía una canción que ya me gustaba en su original, y que escuché hace unos meses en su versión editada por un tipo que hace verdaderos malabares manoseando estos temas que ya son, de inicio, grandes. Y al reconocerla en el spot, pensé que volvía a darse esa situación una vez más en que la publicidad sirve colateralmente a lo que pretende.

Siempre habrá quien considere que tomar una canción y manosearla es una “herejía”. A mí, sin embargo, respetando el original de cualquier tema, me apasionan ciertas tendencias que consiguen convertir temas impresionantes en otra cosa, que a veces también me encantan, y que son diferentes. He hablado alguna vez de los mash-ups, resuenan al pie de algunas duermevelas remixes que me han llamado la atención por algo, y el primer disco que el sello Verve publicó con dos CDs allá por comienzos de este siglo, en uno de los cuales había temas originales de soul, jazz y R&B publicados por este sello en su momento (años cincuenta y sesenta en su mayoría) y en el otro CD esos mismos temas remezclados por DJs, consiguieron remixes que sonaban espectaculares, tomando a Nina Simone, Sara Vaughan o Ella Fitzgerald por ejemplo.

En este caso se trata de un productor y DJ francés, que se hace llamar Pilooski, que tomando los temas originales, los retoca, los manosea, les otorga otras cadencias y brillos, hasta volverlos de otro color. En este caso, el tema que ha utilizado esa marca deportiva, es un original de principios de lo setenta de Dee Edwards, pero si tienen ocasión, no se pierdan lo que este tipo hace con un tema de Elvis Presley, Crawfish, o de la misma Nina Simone, Take care of business, por tomar sólo dos ejemplos.

“Dirty edits” para seguir investigando, deleitándonos, buscando, inventando, nuevos modos de sonar, de escuchar, de respirar.

Resonando: Can't there be love_Dee Edwards on Pilooski edit


*Fotografía: Hans Neleman

30 marzo 2010

Principios de astronomía


Como en una mala recreación del famoso recurso de Proust con las magdalenas, me ocurre con determinadas cosas que indefectiblemente a lo largo del tiempo se han ido uniendo a mí a través de determinadas situaciones, sensaciones, sonidos, olores o simplemente sabores al borde de un metro cuadrado de imaginación.

En ocasiones esa mezcla abigarrada de componentes que acaban conformando la estructura metálica de un recuerdo, sea del tipo que sea, pueden ser elementos a priori de lo más extravagantes entre sí, pero el cerebro, o quizá para ser más preciso, los engranajes de la memoria son capaces de unirlos hasta crear una amalgama reconocible de lo que uno es, cuando aparece de repente, esperado o no, el recurso que los despierta.

Por eso escuchar un disco determinado puede ser una forma como otra cualquiera de abrir alguna de las cajas que todos llevamos dentro y dejar salir algunas sensaciones de hace muchos años compuesta en su gran mayoría por unos olores determinados, por una luz concreta y precisa, por un estado anímico exacto.

Hubo una época en que determinados sonidos se sucedían con una periodicidad casi milimétrica en el calendario esquivo e intangible de las sensaciones. Hace demasiado tiempo, más si uno se pone a contarlo detenidamente, que la luz del cielo en esta ciudad en una época concreta del año, el olor de ciertas tardes, el sonido de alguna voz y alguna cosa más, se fueron hilvanando alrededor de mis manos, mis labios o los bordes de la espalda, para construir una especie de tejido absorbente, cálido y acogedor, que con el paso del tiempo, al contrario a los de verdad, no se resiente, ni se nota ajado, sino todo lo contrario.

Por eso, cuando vuelven a despertarse esas sensaciones acompasadas y algo neuróticas al principio, al notar, ya desde lejos, el sonido predeterminado que suele ser el catalizador que las despereza, uno vuelve a confiar en sus instintos, esos que quedaron aparcados una buena parte de los últimos tiempos. Uno vuelve a dejar caer la sonrisa cada rato desde el borde de sus labios y arropado por ese tejido invisible y por el sonido futuro de los principios básicos de astronomía, vuelve a descifrar la luz del cielo en esta época del año en esta ciudad, y se deja mecer hasta donde sea que haya que volver a empezar.

Resonando: La llave de oro_Los Planetas

* Fotografía: Comstock Images

21 marzo 2010

Luciérnagas...


Cuando la primavera no se atreve a abrir los ojos por miedo a que le caiga encima, probablemente, una capa de nieve que se derrite de los tejados de cualquier cabeza sin sentido del humor a estas alturas del año, a veces se abren avenidas en mitad de ningún sitio, a las que te enfrentas con paciencia, en silencio, mirando fijamente la curva extraña que hace el horizonte al final de donde alcanzan tus ojos, y cambiando a veces la mirada para recorrer hasta el mínimo detalle de los ángulos rectos que forman los bordillos al cruce con la calzada, y tras respirar hondamente un par de veces, comienzas a caminar aunque no tengas ni la más remota idea de a dónde lleva esa avenida.

Porque en ocasiones, cuando ni siquiera esperas un gesto más allá del que hace un semáforo al cambiar de color de manera automática y programada, encontrar un hilo despegado de su madeja es más que suficiente para agarrarse a él casi sin fuerza para no quebrarlo, y ver dónde comienza el ovillo o simplemente encontrar el punto en que se quedó enganchado y saberse, en otra parte.

Cuando en la garganta se desliza con mimo una cerveza fría con limón y el olor a salitre comienza a configurar los parámetros de tu piel al doblar alguna esquina de cualquier ciudad, piensas que mientras se escucha al fondo el murmullo en sordina de algo que todavía no entiendes del todo, el sonido cadencioso de tus auriculares son capaces de recordarte que cuando no se espera nada, una breve sonrisa desconocida enciende las luces al borde de cualquier playa desierta, y es capaz de rozar tu espalda con la caricia justa en el momento preciso, para hacer arder lo que no tiene formas definidas.

Resonando: Fireflies_Owl city


* Fotografía: MIXA

14 marzo 2010

Una gasolinera perdida en cualquier parte


Da lo mismo que vuelva a anochecer en esa misma carretera, aunque los faros del coche no vayan iluminar las mismas calzadas perdidas en mitad de la meseta alguno de esos miércoles absurdos que se perdían en otra plantas de un edificio que no parecía esconder ningún secreto. Por eso hay salivas que se tatúan en el borde de los labios sin quererlo, y se quedan columpiándose durante años, mientras los bolsillos se llenan, se vacían, se vuelven a vaciar cuando parecía que no tenían nada más, e incluso, buscando la hora feliz de algunas tardes disidentes, cambias de abrigo buscando no sé qué.

Y no importa que te detengas en la misma gasolinera perdida a la que nunca supiste volver cuando se hacía de día, quizá porque la creaba tu imaginación, contratando a aquel hombre en alguna ETT de la memoria, para ese angosto turno de diez minutos cada par de meses, y vuelvas a preguntar por la misma dirección. Ya no hay nada calentándose sobre la sartén, y mucho menos estirándose perezosa sobre un sofá gastado, al menos no ese sabor de aquella saliva que parecía contener un universo latiendo a velocidades supersónicas mientras la pantalla reflectante de mi teléfono móvil me recordaba la cuenta atrás para no pegar ojo entre sus piernas.

Escucho una tos detrás de mí, mientras las escasas farolas inertes de los bordes de la calzada emiten ese canto gastado del final del invierno más crudo de los últimos días, y por el espejo retrovisor anticipo la sonrisa callada de alguien que sabe de sobra lo que estoy pensando, veo sus ojos cansados mirando al horizonte oscuro de esta noche tan angosta como los turnos de aquellas madrugadas perdidas, y una respiración lenta se acomoda algo más en el asiento de al lado. Vuelvo a mirar por el retrovisor, y el dueño de la tos que sabe reconocerme sin decir nada, sonríe mientras no deja de mirar la oscuridad del final del camino por el que pasan estos dos faros sin respuestas. Sé que de un momento a otro dirá algo, en voz baja, suavemente, para no despertar a la muchacha que duerme a mi lado, sin preguntarse desde que salimos, que cuánto falta para llegar, porque nunca lo hace, como si no importase realmente el tiempo que falte, mientras pueda dormir un poquito más.

Cuando el leve sonido acompasado del motor ha vuelto a permitir que pueda acordarme de nuevo del delicioso sabor de aquellas tortitas frías, que anticipaban el sabor de su boca, o quizá de sus muslos, o todo a la vez, la voz que llega desde el asiento trasero me devuelve a la realidad fría y muda que ilumina a retazos el frontal del coche. Y escucho, despacio, sabiendo de antemano que sé de sobra a qué se está refiriendo y qué quiere decir con esa frase tan escasa, su voz “sube un poco más la música....y escucha lo que dice...ya sabes que siempre que caminas te entra arena en los zapatos...no sería la primera vez que te lo diría yo...ella no se va a despertar, y tú llegarás con la cabeza mucho más limpia si escuchas detenidamente esa canción...y dejas de pensar en el final donde todo empieza...”.

No se lo dije, pero precisamente esa era la canción que me venía a los labios mientras reconocía aquella gasolinera, mientras mis labios saboreaban en recuerdos aquel sabor, y los jueves volvían a ser un día en mitad de la semana.

Resonando: Catorce vidas son dos gatos_Fito y Fitipaldis


* Fotografía: Specializing fun

07 marzo 2010

Un muelle


A veces es suficiente con haber empapado lo bastante el imaginario personal con un determinado escenario como para que la visualización de una fotografía desborde completamente, y de manera inmediata, una historia donde se mezclan detalles de diferentes recipientes para convertirse en otra cosa, no sé si mejor o peor, pero desde luego, distinta.

Hay una imagen recurrente en mi imaginario, y que tiende a poseer alguna historia de la que no he sido capaz de tirar todavía del todo. Esa imagen tiene que ver con un muelle, un muelle que resulta ser el final de un paseo tranquilo y verdoso entre una pradera enorme donde se configura un minúsculo paseo enlosado. El muelle, de una madera algo raída por el tiempo, por la climatología y sobre todo por el salitre del mar, mantiene una figura orgullosa si se observa desde cierta distancia, con sus pilotes de madera por los que se puede pasear cuando la marea está baja, donde uno puede incluso esconderse de la vista de los demás, en esos juegos entre audaces y prohibidos de la adolescencia. Pero esa misma figura algo idealizada por la suficiente distancia, se aja con la cercanía, con el ruido quejumbroso de los pasos al caminar por él, por las barandillas algo descascaradas al contacto con las manos, por la desnudez de los breves bancos que jalonan los pocos metros que le comen al océano todas esas maderas puestas de un modo determinado.

Cuando uno se aproxima hasta el final, hasta la baranda algo más alta que las laterales, y se gira hacia el interior de tierra, puede ver una casa en lo alto de una colina, una casa de un impecable blanco, donde, haciendo un leve esfuerzo con la vista, puede atisbarse una mesa de teka donde reposan las tazas de un humeante café, los platos con bollería recién horneada, y algunos libros junto a unas butacas con confortables almohadones.

Corre un aire limpio, algo empapado del olor típico y delicioso a la orilla del mar, un sol tierno aún, se levanta por encima del horizonte, y te ciega momentáneamente si pretendes mirar más allá de lo que cada noche abarca la luz llena de historia del faro que hay un par de kilómetros a la derecha, en el saliente de tierra que probablemente posea un nombre específico y lleno de connotaciones. La tela de la camisa se alborota suavemente por el aire, sin llegar a hacer peligrar en ningún momento cualquiera de los tres botones que están efectivamente abrochados, y las manos parecen llenarse de algo incapaz de definir, pero que se almacena en perfecto estado en los rincones periféricos de la memoria, y que muy probablemente, saldrán a la superficie dentro de un tiempo, cuando esa figura con el rostro pleno de una felicidad imberbe e instantánea que se ha girado a mirar la casa en la colina, esté sentado una tarde cualquiera en su apartamento del centro de la ciudad, y le llegue un olor que su cerebro procesará, por resortes incomprensibles, como asociado a este mismo que está ahora reventando sus fosas nasales, su cuerpo entero.

Quizá, dentro de todas esas piezas del imaginario algo inconsistente todavía en ese plano, tenga que ver el libro de relatos de John Cheever, alguno de los libros de Phillip Roth, y una película sin ninguna sustancia en sí misma, pero que consiguió colocar detalles en ese rincón perdido de mi propio cerebro que sin venir a cuento ha desatado un hilo del que todavía no sé cuándo y cómo tiraré, al ver esa fotografía de David J. Nightingale.

Resonando: Me acordé de ti_Fito y Fitipaldis


* Fotografía: David J. Nightingale.

28 febrero 2010

Atmósferas


Ahora que en el ocio, en el día a día se busca y se venden los personajes que no son reales, los mundos inventados, las texturas virtuales, los guiones débiles que no profundizan en nada de verdad, donde los directores más preciados son aquellos que cuentan cualquier cosa sin mucha cercanía con el mundo real, donde los temas preferidos de conversación suelen versar sobre alguna parte de un mundo que sólo existe en las pantallas de televisión o en una revista, donde los políticos son entes absurdos que parecen sacados de un sketch de un mal humorista; ahora que la moral establecida e impuesta seduce cualquier mínimo pensamiento, y valora todo lo que toca o incluso roza; ahora que la mejor forma de tomar partido es insultando al que tiene una opinión diferente a la nuestra, donde quien más grita parece ser el que más sabe; ahora que las aceras están llenas de pies sin destino y las colas vuelven a ser enormes a las puertas de determinados lugares que harían llorar a cualquiera; ahora que lo mejor que nos queda casi siempre es guarecernos en breves mundos inventados por cada uno para no caer en los que inventan otros, se agradece que alguien, alguna vez, se acerque a textos o canciones hechas hace muchos años y las manosee tanto como quiera hasta mezclarla con otros estilos, con otros modos, con otras canciones incluso de varios años después, y consiga mostrar algo que siempre traerá párrafos y párrafos de críticas despiadadas y avinagradas porque se estila así, porque parece que todo tiene que medirse en términos de mejor que o peor que, porque no parecen poder existir tantos gustos como canciones, grupos, películas, cuadros, voces o sonidos, porque todo tiene que medirse en una sola lista, y formar parte de lo que todo el mundo piensa que está bien, y si no, no vale nada.

Pero afortunadamente sigue habiendo de todo, y afortunadamente, por el momento, tenemos la libertad aún, de poder elegir y desechar lo que no nos gusta y dedicar nuestros sentidos a lo que nos gusta, sin la necesidad constante de tener que justificar porqué no nos gusta, porqué no vale nada, porqué es imposible que le guste a nadie, y de verdad poder dedicar nuestros esfuerzos a disfrutar de lo que nos engancha, lo que nos genera placer, satisfacción, sensaciones que aunque suene infantil, nos hagan cada mañana algo más transitable, sin preocuparnos de tener que explicarle a nadie, que no valoramos las cosas por cómo las percibe la mayoría, los que hacen las listas, los que tienen púlpitos donde evangelizar con cualquier cosa, sino por lo que nos despiertan en sí mismas, sin preocuparnos de todo lo demás.

Jugando, como casi siempre, con esas casualidades que entreveran a veces elementos a priori independientes, se mezcla en mi memoria a corto plazo ciertas noticias escuchadas o leídas recientemente en la prensa y en la radio, el último libro de Antonio Muñoz Molina (“La noche de los tiempos”), una delicia, desde mi gusto personal claro, que transcurre de manera temporal durante 1936 a diferentes ritmos, y una de las canciones del último EP de finales del año pasado de Los Planetas (“Cuatro palos”), y especialmente una de sus canciones, “Romance de Juan de Osuna”, que basada en la versión de dicho romance que en el año 1962 hiciese Manolo Caracol, y manoseando también probablemente una canción de principios de los 70 de Neu!, construye un universo especial donde cabe la voz de J. diciendo frases que mi imaginario personal hila al libro que comentaba al principio del párrafo.

Ahora que nos queda la libertad de crearnos nuestras propias atmósferas, disfruten de las suyas sin que nadie les diga que no están bien, incluso en todas aquellas que no tienen nada que ver con el ocio.

Resonando: Romance de Juan de Osuna_Los Planetas

*Fotografía: Thinkstock

31 enero 2010

Entre tanto...

Es complejo, y sin embargo preciso, intentar desentrañar los motivos por los cuales uno consigue sacar cosas que escribir. A veces pueden ser multitud de razones, detalles, quizá una simple actitud que empapa todo lo que sucede dentro o alrededor de uno. Y otras, por épocas, como casi todo, las razones se reducen a las habituales, a las que siempre lo han sido y han compartido cajón con muchas otras pasajeras o puntuales. Hay canciones, música en general, que despiertan sensaciones potentes. No es ningún descubrimiento, ni para mí, ni para el resto de la humanidad. Pero hace poco leía sobre la sinestesia, y escuchaba hablar a varias personas sinestésicas que intentaban explicar de la mejor manera posible cómo sentían, cómo se comunicaban, cómo percibían los sonidos, las palabras, y esa extremadamente interesante forma de mezclarse en el cerebro de todo eso. Y de un modo tangencial, lo relacionaba con esa capacidad casi espasmódica que tiene la música para conmovernos, de unas u otras maneras, en unas u otras situaciones.

Son meses especialmente atareados por diversas razones, y eso me impide publicar con la fluidez que quisiera, pero prometo seguir investigándome la sinestesia, o la cantidad ingente de razones que rodeo, piso o descubro en cada minuto que pasa.

Resonando: Figured you out_Nickleback

03 enero 2010

En sombras


Sobre la cómoda en penumbra, en esa tenue oscuridad que tamiza la luz algo artificial que llega desde la calle en una noche de luna llena, él ve los dos pasajes blanquecinos descansando a un centímetro escaso del filo de madera. Se demora mirándolos, sin saber muy bien qué pensar todavía, cuando apenas han pasado tres o cuatro horas desde que ella llegó por sorpresa, y sin embargo parece que han pasado meses desde ese instante, fugaz, que recorrerá mentalmente al mínimo detalle cuando ya se haya ido, pero ahora, mientras puede ver aún sus hombros, su pelo corto esparcido casi milimétricamente sobre la almohada, sus ojos cerrados, apenas recuerda del todo ese momento en que ella abrió la puerta sin decir nada, callada y detenida bajo el alféizar, mirando al fondo del salón donde él se incorporaba con sorpresa por verla llegar de nuevo, después de tantos meses en que se olvidó que seguía teniendo llaves.

Gira con lentitud la cabeza, enciende un cigarro y la llama escasa del mechero que ha brillado durante unas centésimas, le impide durante un minuto volver a percibir los contornos y las formas de la habitación sin ninguna luz más que la cortina tímida de luz que llega desde la calle, una mezcla casi perfecta del amarillo industrial de las farolas y el blanquecino natural de la luna brillando ansiosa en lo alto.

Ella se mueve con lentitud, cambiando de postura, volviendo la cabeza hacia el otro lado, dejando plenamente a su vista el pelo, su pelo rizado y moreno, que se deslía sobre la almohada casi con la misma diligencia y seguridad con que ella hace todo mientras está despierta, desde lo más superficial a lo más importante, con esa seguridad y a la vez ingenuidad que reconoce con extrema facilidad a estas alturas, aunque hayan sido demasiados meses sin verla, sin descubrir de nuevo esa forma tan suya de moverse por el mundo, de pedir algo en un restaurante o darle las gracias a alguien que le ha sostenido la puerta mientras salía del portal, con esa seguridad de cada decisión que toma cada día y a la vez esa fragilidad imperceptible que sin embargo le ha confesado muchas veces que le ataca en ocasiones, venciendo casi siempre su orgullo, su fortaleza, pero siempre temiendo que se le note, que sea demasiado patente que duda y sin embargo siguiendo adelante, sin pensarlo más veces, dando el paso.

Y mientras da una calada al cigarro, mientras la observa desnuda, aunque desde su sitio sólo puede contemplar sus hombros, su cuello delicado y suave, sus brazos y sus manos, bajo el edredón sabe, recuerda, que está desnuda, mientras apenas empieza a recordar de nuevo el sabor de sus labios, el sonido entrecortado de su respiración cuando se comienzan a acariciar, con esa cadencia que siempre ha tenido para saborear lo mucho que le gusta unos segundos o minutos después de haberla tenido entre sus manos, entre sus labios, rozando y arañando su cuerpo, mientras recorre de nuevo los centímetros que ha ido acariciando, besando, mordisqueando, lamiendo y rozando un rato antes, vuelve a ver las esquinas algo dobladas de esos pasajes sobre la cómoda que parecen descansar tranquilamente, como neutralizados, mientras que el reloj, sin quererlo explícitamente, como en una mala película de espías, se va acercando, muy despacio, pero sin detenerse, al momento exacto en que ella salga por la puerta y en el segundo pasaje sepa, con absoluta claridad, que no está escrito su nombre.

Resonando: For one day_Dido


*Fotografía: Image Source