18 octubre 2009

Estoy llegando...


Cada estrofa nos decía qué película de cinco minutos estábamos empezando a recordar, así que hiciste ese gesto que siempre hacías, con levedad, con la misma suavidad de siempre, y subiste un poco el volumen de la música dentro del coche, y mi forma de decirte gracias fue pisar con la misma suavidad el acelerador, para que entrase un poco más de viento por la ventanilla y te alborotase el pelo y empezases a reír, con esa carcajada ahogada con que reías cuando no había nada más en tu cabeza que la risa, el pelo alborotado inmanejable, con tus rizos formando la mejor montaña rusa junto a tu cara y yo imaginándome minúsculo, en un carrito deslavazado yendo a toda velocidad por tus rizos, sin la barra de seguridad, escuchando de fondo el sonido de tu carcajada y mis brazos levantados como un adolescente temerario, mientras los looping junto a tus labios se sucedían, y se intercambiaban con zonas más tranquilas al borde de tu cuello.

Te contaba esa misma fantasía mientras volvíamos a bajar un poco la música, y la neblina de un río al final de un valle convertía nuestro paisaje en un cuento de miedo, y tú me escuchabas sin mirarme, como hacías cuando algo te gustaba demasiado, fijando tu mirada al final del horizonte, como si se acabase de empapar de cola adhesiva el borde del cielo al final de la carretera, y tus ojos fuesen los encargados de que quedase bien fijado, y yo te contaba eso de tus rizos y las vueltas al borde tus labios y tu cuello, y permanecías unos minutos callada, como si todas esas frases te costase masticarlas.

Luego, cuando mis palabras se habían colado por las rendijas de la ventanilla y ya bailaban insonoras en el arcén de esta autopista, volvías a mirarme completamente mientras yo ponía caras demasiado serias para conducir y tu mano izquierda se acercaba cuidadosa hasta mi nuca, despacio, para acariciarme como sabías que me gustaba. Era tu forma de decirme que te había gustado lo que acababa de decirte.

A veces parecía que no éramos capaces de entendernos, pero resultaba muy sencillo hacerlo, simplemente teníamos que activar nuestros propios mecanismos, los que nos funcionaban a mí contigo, a ti conmigo, mientras desactivábamos todos aquellos que nos servían con el resto del mundo. Por eso los viajes largos que hacíamos en coche a veces. Porque convertíamos, casi sin querer, aquel habitáculo, en nuestro propio universo hecho de gestos, estrofas, palabras, sonidos. Porque allí dentro, tú eras mi parque de atracciones favorito, y yo tu libro preferido.

Resonando: La luna debajo del brazo_Quique González


* Fotografía de LaCoppola y Meier

2 comentarios:

Angie dijo...

Tus palabras se cuelan por todas partes.. por todas las rendijas, todos los rincones, todos los suspiros..

Iraultza dijo...

Qué bueno volver a leerte, a verte por aquí, a saber de ti...abrazos.