04 mayo 2009

Quedarse sin palabras...


A veces, decorar tus días pueden ser un pequeño triunfo que no acaba de terminar nunca. Lo piensas, cuando abres los ojos, cuando eres consciente de esa primera respiración sin haber pisado aún el suelo, cuando ni siquiera eres capaz de ver el horizonte de las semanas o los meses por delante donde no entra la luz, y te dejas vencer otra vez contra la almohada, con ese gris azulado que tiene el cielo en esos minutos inconstantes justo después de amanecer. En esos instantes, cuando en tu cabeza se dibujan extremadamente claros, los días que has tenido que vaciar a golpe de martillo neumático y sigues atesorando momentos en que resulta complicado mover cualquier músculo. Creer que esto es lo que te queda, entonces es cuando el cielo de tu paladar se vuelve industrial, pesado y distante, cuando la música que suena a tu alrededor es la de ese tipo que nadie conoce y que hace sonar cualquier cosa a una madrugada cualquiera de hace muchos años, con el viento soplando frío a la vuelta de cualquier esquina o en alguna carretera oscura en mitad del mapa. Tienes que obligarte a inspirar algo de aire, que con torpeza se cuela donde debe, aprietas muy fuerte las manos, como decían en aquella canción, y sales a la calle por fin, esperando no quedarte ciego con la luz que hay por todas partes pero que parece completamente ajena a ti.

Te metes en el coche, subes el volumen de la canción que se repetirá insaciablemente los siguientes cinco cambios de luna, y aprietas el acelerador sabiendo de antemano que hace unas cuantas horas que no hay un destino concreto donde desees ir más que a ningún sitio, el mismo sitio que te rodeaba la cintura y los labios, el mismo sitio que era el centro del universo en el que no importaba medir distancias o minutos. Pones el intermitente, sonríes al tipo que siempre está en aquel sitio, como si nada cambiase allí, y sigues adelante, aunque no vayas a ningún sitio, a veces, es lo único que podemos hacer, seguir adelante, y que el silencio que se guarece bajo el agua que recorres invariablemente durante un buen rato, sea lo más acogedor que te espera a lo largo del día.

Anochece de nuevo, como cada día de ese calendario exclusivo que se ha creado de repente y en el que lo único que se mide es agotador, complicado, y te deja exhausto y al borde de acantilados a los que no querías volver. Se acabaron los bailes a medianoche, las frases que contenían todo lo que entienden las ganas y los desayunos a cualquier hora, y la noche es un buen lugar para pasar el invierno que llega cuando quiere, aunque nos hubiésemos prometido a nosotros mismos, dividir el año sólo en tres partes. Desde lo alto de esa montaña enorme en que te has quedado inerme, vislumbras al fondo un valle solitario y sereno, quizá algo pintado en un enorme lienzo que no existe, pero lo suficientemente lejano, como para saber que a veces, cuando te descubres completamente desnudo, la casualidad, la ironía, la impuntualidad y tu propia torpeza o simplemente el orden de las cosas, hacen que te abrigues más que nunca.

A veces, lo único que te obligas a recomendarte a ti mismo, es exigirte que sea como deseas. Y si no lo puede ser, entonces, arrancas el coche y comienzas a recorrer esas distancias entre el hoy y el sin destino que no sabes dónde está, pero que aparecerá alguna vez tras alguna colina detrás de la cual sólo está ella, sentada al borde de la playa, sin palabras.

Resonando: Dog shelter_Burial

* Fotografía de Tadas Kazakevicius

2 comentarios:

La Huida dijo...

Me gusta mucho tu blog. Me gusta mucho tu forma de escribir. Me gusta mucho lo que plasmas en tus palabras.

Iraultza dijo...

Gracias, por llegar hasta aquí, por tus palabras. Gracias.