13 septiembre 2009

Gotas de domingo


Se hace extraño cuando vuelve a llover después de muchos días sin hacerlo. Como, si de repente, todo el mundo se viese sorprendido por algo que no esperaba, como si la tormenta, el olor a tierra mojada y los charcos que se secan inmediatamente, fuesen un aviso ajeno y fronterizo que nos obligase, mentalmente, a volver a casa.

Hace unas cuantas semanas, en mitad de una tarde cualquiera, el cielo se fue coloreando poco a poco de un gris oscuro, denso, de ese modo delicado que parece incluso pesar demasiado para sostenerse allá arriba. La playa se fue vaciando, lentamente, como si esos movimientos de las nubes escondiesen un mensaje en clave que todo el mundo parecía adivinar sin ninguna complicación. Y cuando las primeras gotas fueron mojando con suavidad pero contundencia los centímetros más allá de donde desaparece la orilla para convertirse en arena, toda la amplitud de aquella playa estaba vacía, silenciosa. Algún grupo rezagado corría con las toallas sobre las cabezas hacia las aceras del paseo, los dueños de los restaurantes se afanaban en recoger mesas y sillas, vasos usados y platos sucios, las madres y padres intentaban recoger con celeridad a los niños dentro de los coches, que se ponían rápidamente en marcha formando breves atascos para dirigirse a sus casas. Pero todo eso ocurría arriba, en el paseo, y más allá, mientras las gotas rudas y frías silenciaban la orilla, dejando, exclusivamente, como banda sonora, el rumor inconstante y sereno de las pequeñas olas que se desmadejaban al llegar a la orilla.

Después de aspirar con fuerza el aire refrescado por esas gotas, por la mezcla de salitre y lluvia sobre el mismo aire, y la visión algo desasosegante de esas pequeñas huídas y carreras, dejé la ropa sobre la arena y me metí en el agua, lentamente, notando todo el frío en cada centímetro de mi cuerpo, las articulaciones que van entumeciéndose si no las mueves lo suficiente, las manos y los pies en esa mezcla de temperatura que congela y hace arder la sangre a la vez. Y mientras flotaba a unos metros de la orilla, las gotas comenzaron a caer con más fuerza y los pocos rezagados minutos antes desaparecieron completamente de la visión desde aquella posición. No sé cuánto tiempo estuve dentro del agua, supongo que hasta que mi piel no pudo más y me gritó que saliese. Tomé la ropa de la orilla, que gracias a la densidad y fluidez de la lluvia se había empapado completamente, me la puse sin notar ningún cambio de temperatura, y caminé despacio hacia casa. Miraba, atento, a mi alrededor, pero no se veía a nadie. Las mismas aceras y calles bulliciosas de esos días, de repente, en menos de media hora, se habían vaciado completamente, y parecían guardar un ajeno y antiguo silencio.

Hace unas horas, el cielo ha descargado una lluvia pausada y engordada, aunque durante muy poco rato, al otro lado de la ventana. Hay un silencio antiguo, ajeno, y a la vez sereno y mudo, que rodea las mismas calles y parques donde revolotean niños, padres y madres, parejas y grupos, todos estos días a cualquier hora en que el sol no pegue de plano.

Escuchar ese silencio que sigue a este tipo de lluvia, es la mejor manera de escucharse a uno mismo por dentro. Sólo se escucha la verdad, desnuda y acerada, única. La verdad que cada uno arrastra entre sus dedos.

Resonando: Cuanto más me sujetas_Bebe


*Fotografía de Comstock

3 comentarios:

Giraluna dijo...

gotas de martes, también :)

Giraluna dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Iraultza dijo...

Ese tipo de gotas tiene la capacidad de colarse cualquier día, como si no las esperases.... ;-)