07 marzo 2010

Un muelle


A veces es suficiente con haber empapado lo bastante el imaginario personal con un determinado escenario como para que la visualización de una fotografía desborde completamente, y de manera inmediata, una historia donde se mezclan detalles de diferentes recipientes para convertirse en otra cosa, no sé si mejor o peor, pero desde luego, distinta.

Hay una imagen recurrente en mi imaginario, y que tiende a poseer alguna historia de la que no he sido capaz de tirar todavía del todo. Esa imagen tiene que ver con un muelle, un muelle que resulta ser el final de un paseo tranquilo y verdoso entre una pradera enorme donde se configura un minúsculo paseo enlosado. El muelle, de una madera algo raída por el tiempo, por la climatología y sobre todo por el salitre del mar, mantiene una figura orgullosa si se observa desde cierta distancia, con sus pilotes de madera por los que se puede pasear cuando la marea está baja, donde uno puede incluso esconderse de la vista de los demás, en esos juegos entre audaces y prohibidos de la adolescencia. Pero esa misma figura algo idealizada por la suficiente distancia, se aja con la cercanía, con el ruido quejumbroso de los pasos al caminar por él, por las barandillas algo descascaradas al contacto con las manos, por la desnudez de los breves bancos que jalonan los pocos metros que le comen al océano todas esas maderas puestas de un modo determinado.

Cuando uno se aproxima hasta el final, hasta la baranda algo más alta que las laterales, y se gira hacia el interior de tierra, puede ver una casa en lo alto de una colina, una casa de un impecable blanco, donde, haciendo un leve esfuerzo con la vista, puede atisbarse una mesa de teka donde reposan las tazas de un humeante café, los platos con bollería recién horneada, y algunos libros junto a unas butacas con confortables almohadones.

Corre un aire limpio, algo empapado del olor típico y delicioso a la orilla del mar, un sol tierno aún, se levanta por encima del horizonte, y te ciega momentáneamente si pretendes mirar más allá de lo que cada noche abarca la luz llena de historia del faro que hay un par de kilómetros a la derecha, en el saliente de tierra que probablemente posea un nombre específico y lleno de connotaciones. La tela de la camisa se alborota suavemente por el aire, sin llegar a hacer peligrar en ningún momento cualquiera de los tres botones que están efectivamente abrochados, y las manos parecen llenarse de algo incapaz de definir, pero que se almacena en perfecto estado en los rincones periféricos de la memoria, y que muy probablemente, saldrán a la superficie dentro de un tiempo, cuando esa figura con el rostro pleno de una felicidad imberbe e instantánea que se ha girado a mirar la casa en la colina, esté sentado una tarde cualquiera en su apartamento del centro de la ciudad, y le llegue un olor que su cerebro procesará, por resortes incomprensibles, como asociado a este mismo que está ahora reventando sus fosas nasales, su cuerpo entero.

Quizá, dentro de todas esas piezas del imaginario algo inconsistente todavía en ese plano, tenga que ver el libro de relatos de John Cheever, alguno de los libros de Phillip Roth, y una película sin ninguna sustancia en sí misma, pero que consiguió colocar detalles en ese rincón perdido de mi propio cerebro que sin venir a cuento ha desatado un hilo del que todavía no sé cuándo y cómo tiraré, al ver esa fotografía de David J. Nightingale.

Resonando: Me acordé de ti_Fito y Fitipaldis


* Fotografía: David J. Nightingale.

2 comentarios:

Mercromina Roja. dijo...

Tienes razón, es curioso como se deforman las cosas cuando las archivamos con cierta distancia. Entre eso y lo influídos que estamos por imágenes ajenas de todo tipo, y toda la información que tenemos a nuestro alcance, nuestra cabeza está llena de ideas inciertas.

En cualquier caso siempre me ha encantado esa sensación que producen ciertas imagenes, que hacen que la caja de los recuerdos se abra de par en par, quede lo que quede de realidad.

Saludos!

P.D: Me ha encantado esa foto.

Iraultza dijo...

Siempre, supongo que por pura deformación personal, me rodean la cabeza un millón de ideas inciertas, como las has denominado (y que acojo como mías), que algunas veces abren una senda algo más precisa y hacen su propio camino, y otras que simplemente mueren en cualquier recodo mal iluminado de alguna madrugada, pero siempre puede extraerse algo interesante de cada una de esas ideas inciertas, y más en una sociedad como la nuestra, tan visual, donde casi todo podemos visualizarlo y añadirlo a nuestra despensa de ideas peregrinas....

Besos.

PD: no te pierdas entonces a David J. Nightingale, te gustarán sus fotografías...apuesto a que si.