14 marzo 2010

Una gasolinera perdida en cualquier parte


Da lo mismo que vuelva a anochecer en esa misma carretera, aunque los faros del coche no vayan iluminar las mismas calzadas perdidas en mitad de la meseta alguno de esos miércoles absurdos que se perdían en otra plantas de un edificio que no parecía esconder ningún secreto. Por eso hay salivas que se tatúan en el borde de los labios sin quererlo, y se quedan columpiándose durante años, mientras los bolsillos se llenan, se vacían, se vuelven a vaciar cuando parecía que no tenían nada más, e incluso, buscando la hora feliz de algunas tardes disidentes, cambias de abrigo buscando no sé qué.

Y no importa que te detengas en la misma gasolinera perdida a la que nunca supiste volver cuando se hacía de día, quizá porque la creaba tu imaginación, contratando a aquel hombre en alguna ETT de la memoria, para ese angosto turno de diez minutos cada par de meses, y vuelvas a preguntar por la misma dirección. Ya no hay nada calentándose sobre la sartén, y mucho menos estirándose perezosa sobre un sofá gastado, al menos no ese sabor de aquella saliva que parecía contener un universo latiendo a velocidades supersónicas mientras la pantalla reflectante de mi teléfono móvil me recordaba la cuenta atrás para no pegar ojo entre sus piernas.

Escucho una tos detrás de mí, mientras las escasas farolas inertes de los bordes de la calzada emiten ese canto gastado del final del invierno más crudo de los últimos días, y por el espejo retrovisor anticipo la sonrisa callada de alguien que sabe de sobra lo que estoy pensando, veo sus ojos cansados mirando al horizonte oscuro de esta noche tan angosta como los turnos de aquellas madrugadas perdidas, y una respiración lenta se acomoda algo más en el asiento de al lado. Vuelvo a mirar por el retrovisor, y el dueño de la tos que sabe reconocerme sin decir nada, sonríe mientras no deja de mirar la oscuridad del final del camino por el que pasan estos dos faros sin respuestas. Sé que de un momento a otro dirá algo, en voz baja, suavemente, para no despertar a la muchacha que duerme a mi lado, sin preguntarse desde que salimos, que cuánto falta para llegar, porque nunca lo hace, como si no importase realmente el tiempo que falte, mientras pueda dormir un poquito más.

Cuando el leve sonido acompasado del motor ha vuelto a permitir que pueda acordarme de nuevo del delicioso sabor de aquellas tortitas frías, que anticipaban el sabor de su boca, o quizá de sus muslos, o todo a la vez, la voz que llega desde el asiento trasero me devuelve a la realidad fría y muda que ilumina a retazos el frontal del coche. Y escucho, despacio, sabiendo de antemano que sé de sobra a qué se está refiriendo y qué quiere decir con esa frase tan escasa, su voz “sube un poco más la música....y escucha lo que dice...ya sabes que siempre que caminas te entra arena en los zapatos...no sería la primera vez que te lo diría yo...ella no se va a despertar, y tú llegarás con la cabeza mucho más limpia si escuchas detenidamente esa canción...y dejas de pensar en el final donde todo empieza...”.

No se lo dije, pero precisamente esa era la canción que me venía a los labios mientras reconocía aquella gasolinera, mientras mis labios saboreaban en recuerdos aquel sabor, y los jueves volvían a ser un día en mitad de la semana.

Resonando: Catorce vidas son dos gatos_Fito y Fitipaldis


* Fotografía: Specializing fun

2 comentarios:

Mercromina Roja. dijo...

Se me ha quedado un sabor de boca agridulce leyéndote.
Supongo que aunque los escenarios cambien todos tenemos estaciones comunes a lo largo del camino.

Un beso!

Iraultza dijo...

Quizá porque había algo agridulce entre mis dedos al escribirlo...esa especie de neblina quejosa e invisible que a veces nos rodea la cabeza sin saber muy bien porqué aparece...y con las mismas se marcha...

Besos.