
No había vuelto a saber de él, como tantas otras cosas, que se desvanecen en esa jauría revuelta de adolescencia inconstante.
Le llamábamos "tutú", porque tenía un modo muy exclusivo de hablar, escasa, apenas un par de frases al día, aquellos en los que estaba hablador, y siempre, indefectiblemente, empezaban por ese pronombre.
Como suele ser habitual, con el paso del tiempo, cuando la casualidad y el azar te hacen coincidir con alguien de entonces, siempre tendemos a hacer un repaso somero y algo perezoso, aunque envuelto en una gasa de efedrina, de todas las anécdotas que caben en diez minutos. Y en las diferentes ocasiones en que ha pasado eso en los últimos años, ahora que lo pienso, en aquellas anécdotas, él no aparecía nunca, y sin embargo siempre estaba allí.
No había vuelto a saber de él, y no era mal tipo, calibrado, claro, desde la óptica miope y poco exigente de los diecipocos, a pesar de sus silencios espesos, de sus nulas aportaciones o sus escarpadas frases que siempre comenzaban con aquel..."Tú...".
Hace mucho que no veo a los siete u ocho que por aquel entonces formábamos los límites de nosotros mismos, que eran inasibles, pero grandes, que eran lo que fuimos y quizá hoy seguimos siendo, que probablemente ya contenían nuestros miedos y nuestras ganas, nuestra forma de hacer las cosas y las arquitecturas endebles de nuestra forma de pensar, lo que odiábamos y los escasos grados de viraje sensorial que teníamos capacidad de dar, la forma de respirar y la forma precisa de adherirnos a lo que nos cambiaba las noches, la tendencia a malbaratar lo apreciable y los modos desastrados de dar ciertos pasos sin medir ni equilibrar, las sendas que íbamos abriendo sin saberlo y cómo navegarían nuestras pupilas.
Pero de vez en cuando, acabo recogiendo breves esbozos de ellos, leves instantáneas de donde andan, quienes son y cómo, a grandes rasgos, se han ido marcando sus límites a estas alturas, pero de él nunca he sabido nada.
Ayer, camino de una cena agradable y tranquila, mientras todo a mi alrededor parecía contagiado del limpio azul grisáceo del cielo y el aire olía a esa mezcla deliciosa de tarde anocheciendo y primavera, mientras el coche serpenteaba por un desigual sucedáneos de meseta, me acordé de él, cuando un parapente y su conductor se enmarcaban perfectamente en el caprichoso marco proporcional que se abre a veces en el techo del coche.
Mientras el azul grisáceo limpio y tranquilizador pintaba todo el fondo de ese dinámico cuadro, la sombra oscura de la vela del parapente y su domador me recordaron a aquel tipo extraño y esquivo que apenas decía nada, pero estaba empeñado en volar. Quizá, era el único que siempre tuvo las cosas claras.
Resonando: Donde cruza la frontera_Diego Vasallo y Quique González
* Fotografía: Sami Sarkis
Le llamábamos "tutú", porque tenía un modo muy exclusivo de hablar, escasa, apenas un par de frases al día, aquellos en los que estaba hablador, y siempre, indefectiblemente, empezaban por ese pronombre.
Como suele ser habitual, con el paso del tiempo, cuando la casualidad y el azar te hacen coincidir con alguien de entonces, siempre tendemos a hacer un repaso somero y algo perezoso, aunque envuelto en una gasa de efedrina, de todas las anécdotas que caben en diez minutos. Y en las diferentes ocasiones en que ha pasado eso en los últimos años, ahora que lo pienso, en aquellas anécdotas, él no aparecía nunca, y sin embargo siempre estaba allí.
No había vuelto a saber de él, y no era mal tipo, calibrado, claro, desde la óptica miope y poco exigente de los diecipocos, a pesar de sus silencios espesos, de sus nulas aportaciones o sus escarpadas frases que siempre comenzaban con aquel..."Tú...".
Hace mucho que no veo a los siete u ocho que por aquel entonces formábamos los límites de nosotros mismos, que eran inasibles, pero grandes, que eran lo que fuimos y quizá hoy seguimos siendo, que probablemente ya contenían nuestros miedos y nuestras ganas, nuestra forma de hacer las cosas y las arquitecturas endebles de nuestra forma de pensar, lo que odiábamos y los escasos grados de viraje sensorial que teníamos capacidad de dar, la forma de respirar y la forma precisa de adherirnos a lo que nos cambiaba las noches, la tendencia a malbaratar lo apreciable y los modos desastrados de dar ciertos pasos sin medir ni equilibrar, las sendas que íbamos abriendo sin saberlo y cómo navegarían nuestras pupilas.
Pero de vez en cuando, acabo recogiendo breves esbozos de ellos, leves instantáneas de donde andan, quienes son y cómo, a grandes rasgos, se han ido marcando sus límites a estas alturas, pero de él nunca he sabido nada.
Ayer, camino de una cena agradable y tranquila, mientras todo a mi alrededor parecía contagiado del limpio azul grisáceo del cielo y el aire olía a esa mezcla deliciosa de tarde anocheciendo y primavera, mientras el coche serpenteaba por un desigual sucedáneos de meseta, me acordé de él, cuando un parapente y su conductor se enmarcaban perfectamente en el caprichoso marco proporcional que se abre a veces en el techo del coche.
Mientras el azul grisáceo limpio y tranquilizador pintaba todo el fondo de ese dinámico cuadro, la sombra oscura de la vela del parapente y su domador me recordaron a aquel tipo extraño y esquivo que apenas decía nada, pero estaba empeñado en volar. Quizá, era el único que siempre tuvo las cosas claras.
Resonando: Donde cruza la frontera_Diego Vasallo y Quique González
* Fotografía: Sami Sarkis