09 noviembre 2010

Como en un cómic...


Miraba las luces de la ciudad desde el lado más cálido de los ventanales. Lo hacía a ratos, como si suspendiese la observación momentáneamente para quedarse detenido en el fondo del vaso que tenía delante, lleno de cubitos de hielo y de boca ancha. La ciudad extraña parecía latir frenética a lo lejos, entre ese cúmulo de luces de tonos diferentes y sin embargo como formando parte de la misma subescala cromática, mientras en la barra de aquel elegante hotel apenas cuatro o cinco personas se dejasen devorar por las manecillas de cualquier reloj.

La camarera le había visto nada más llegar, pero él no había sido capaz de reparar, no había levantado la vista lo suficiente, en ella. Simplemente había musitado la bebida que deseaba y había esperado a que se la sirviesen. Ella terminó de preparar dos combinados y miró de reojo a aquel tipo que seguí como atrapado entre el vaso de cristal caro y el horizonte iluminado de la ciudad.

Le había llamado la atención nada más verlo, y no sabía exactamente porqué. Las manos, delicadas, que se movían despacio pero seguras, los ojos que parecían callar alguna historia invisible, el olor a perfume caro pero nada empalagoso que parecía rodearle de un modo sutil, la actitud serena y diligente y sin embargo esa forma de aparentar cierta ingravidez en sus movimientos. Todo el conjunto, poco a poco, le iba pareciendo cada vez más interesante, pero no se acercaba, simplemente prefería mirarle de reojo desde cualquier punto tras la barra.

En un momento determinado él sacó un paquete de tabaco de algún bolsillo de su cazadora y levantó la mirada buscando la aprobación de quien quiera que fuese que estuviese tras la barra, y fue justo en ese instante cuando se percató de la belleza de ella, de sus ojos negros enormes, de los pómulos levemente marcados, de los labios carnosos y el pelo rizado revoloteando con exactitud y cierto desorden alrededor de su cabeza. Ella se acercó con diligencia sobrentendida y al aproximarse pudo escuchar cómo él le preguntaba si allí se podía fumar, en un idioma que no era el suyo, sino el propio del país en que se encontraban. Ella colocó una sonrisa amable y disculpante en mitad de su rostro, y en ese mismo idioma le dijo que no era posible, mientras reconocía casi inconscientemente que aquel tipo era de su mismo país, el acento les delataba a ambos. Tardó sólo unos segundos en atreverse, se giró, se volvió a acercar unos pasos a él, y en castellano (dos apuestas en una, como los grandes jugadores de poker) le propuso salir a una pequeña terraza donde a veces ella salía a tomar el aire. Él le devolvió la sonrisa, y en el mismo castellano, aceptó.

Él le invitó a un cigarrillo, mientras ambos, con leve torpeza, procuraban colocar sus cuerpos adecuadamente, entre la timidez y el descaro contenido, en el pequeño espacio de aquella terraza. Ella, con los ojos puestos en aquel horizonte preñado de luces, ni siquiera tuvo que pensar demasiado para decir algo.
- Cada vez que veo la ciudad así, me imagino que hay miles de personas yendo de un lado a otro, buscando sin saber qué, y me mareo un poco.

Él se apoyó despacio sobre la baranda, con la mirada perdida también en esa sopa de luces, y todavía con una débil mueca sonriente en su rostro.
- Yo me imagino a toda esa gente yendo y viniendo, sus rutinas, sus excepciones, algunos haciendo el amor, otros discutiendo, algunos otros en un silencio gélido, algunos aglomerados en cualquier local, y unos cuantos más solos. Y justo en ese momento, cuando todas esas personas se dedican a lo suyo, desde este punto y lugar, me siento invisible.

Ella mastica despacio las palabras que acaba de escuchar. Le gusta el tono pausado con que habla, como si pudiese generarle una tranquilidad íntima. Respira y abre un poco más los ojos, como queriendo retener con ese gesto, el olor suave de su perfume y el de la ciudad a estas horas en esta época del año, a la vez, como una mezcla apasionante e inesperada de dos olores que han sido capaces de mantenerse independientes entre sí hasta este momento.
- Pero yo puedo verte. Incluso si me lo propongo podría tocarte.

Él apaga su cigarrillo, se gira y acerca su cuerpo al de ella, a escasos centímetros. Ella nota un escalofrío potente alrededor de sus músculos, que se convierte en tornado cuando él aproxima sus labios a su oído izquierdo.
- Entonces dejaríamos de ser la mujer mareada y el hombre invisible. Tú me tocarías para recuperar el equilibrio y yo comprendería por fin, que tú eres capaz de verme.

Ella gira su rostro, y lo deja a escasos centímetros, justo el espacio en que aún se pueden observar con claridad ambas pupilas mutuamente.
- Y nos convertiríamos en ellos, yendo y viniendo, en nuestras excepciones, haciendo el amor.

Resonando: Summertime_Ella Fitzgerald


* Fotografía: Phil Essing