27 abril 2008

No había vuelto a saber de él


No había vuelto a saber de él, como tantas otras cosas, que se desvanecen en esa jauría revuelta de adolescencia inconstante.

Le llamábamos "tutú", porque tenía un modo muy exclusivo de hablar, escasa, apenas un par de frases al día, aquellos en los que estaba hablador, y siempre, indefectiblemente, empezaban por ese pronombre.

Como suele ser habitual, con el paso del tiempo, cuando la casualidad y el azar te hacen coincidir con alguien de entonces, siempre tendemos a hacer un repaso somero y algo perezoso, aunque envuelto en una gasa de efedrina, de todas las anécdotas que caben en diez minutos. Y en las diferentes ocasiones en que ha pasado eso en los últimos años, ahora que lo pienso, en aquellas anécdotas, él no aparecía nunca, y sin embargo siempre estaba allí.

No había vuelto a saber de él, y no era mal tipo, calibrado, claro, desde la óptica miope y poco exigente de los diecipocos, a pesar de sus silencios espesos, de sus nulas aportaciones o sus escarpadas frases que siempre comenzaban con aquel..."Tú...".

Hace mucho que no veo a los siete u ocho que por aquel entonces formábamos los límites de nosotros mismos, que eran inasibles, pero grandes, que eran lo que fuimos y quizá hoy seguimos siendo, que probablemente ya contenían nuestros miedos y nuestras ganas, nuestra forma de hacer las cosas y las arquitecturas endebles de nuestra forma de pensar, lo que odiábamos y los escasos grados de viraje sensorial que teníamos capacidad de dar, la forma de respirar y la forma precisa de adherirnos a lo que nos cambiaba las noches, la tendencia a malbaratar lo apreciable y los modos desastrados de dar ciertos pasos sin medir ni equilibrar, las sendas que íbamos abriendo sin saberlo y cómo navegarían nuestras pupilas.
Pero de vez en cuando, acabo recogiendo breves esbozos de ellos, leves instantáneas de donde andan, quienes son y cómo, a grandes rasgos, se han ido marcando sus límites a estas alturas, pero de él nunca he sabido nada.

Ayer, camino de una cena agradable y tranquila, mientras todo a mi alrededor parecía contagiado del limpio azul grisáceo del cielo y el aire olía a esa mezcla deliciosa de tarde anocheciendo y primavera, mientras el coche serpenteaba por un desigual sucedáneos de meseta, me acordé de él, cuando un parapente y su conductor se enmarcaban perfectamente en el caprichoso marco proporcional que se abre a veces en el techo del coche.

Mientras el azul grisáceo limpio y tranquilizador pintaba todo el fondo de ese dinámico cuadro, la sombra oscura de la vela del parapente y su domador me recordaron a aquel tipo extraño y esquivo que apenas decía nada, pero estaba empeñado en volar. Quizá, era el único que siempre tuvo las cosas claras.

Resonando: Donde cruza la frontera_Diego Vasallo y Quique González
* Fotografía: Sami Sarkis

24 abril 2008

De las cosas que acaban siendo imprescindibles

Como en muchas otras cosas cada uno tendrá su opinión, sus preferencias, la irrenunciable, la innegociable, y sin que sea una excepción, también en esto es así.

No me enamoré de esa canción en los breves segundos iniciales en que la escuché, como me pasa también con aquellas cosas que acaban siendo importantes de una u otra manera, al principio no son lo que parecen o lo que acabarán siendo, pero crecen poco a poco, se hacen realmente presentes, empiezan a colarse por los breves huecos del tejido de la ropa, por los espacios intercelulares, y se te agarran para quedarse.

Nos habíamos cruzado por última vez otro 18 de media docena de meses antes en un lugar que tenía un componente especial para mí, y sólo le afeé haber dejado precisamente esa canción sin tocar, quizá la guardaba para el momento adecuado, quizá.

Así que esta vez, de manera íntima, la esperaba en otro día 18 que los azares habían decidido cruzarnos de nuevo, también esta vez en otro sitio que resulta especial para mí, aunque sea por otras razones más profundas e inexplicables.

Y esta vez estuvo gigante, sin duda, por todo, por cómo cantó, por cómo estuvo la Aristocracia, porque la piel me pedía un concierto así, por las luces impresionantes que hicieron cada canción un mundo delicioso de texturas. Quizá por eso, cuando empezó a abrirse la cajita de música, todo se llenó de esa canción, porque es lo que tienen las cosas que importan, que cuando están, lo llenan todo sin apartar lo demás, simplemente lo llenan a lo grande.

Las tres láminas de luz blanca que como tela de gasa descendían desde lo más alto del fondo del escenario hasta las primeras filas y todo lo demás cubierto de rojo, de unos rojos densos, tan rojos como el último whisky con unas caderas fijas en la retina, tan rojo como las palabras precisas en el momento adecuado en las ausencias imperdonables en una noche que parece querer acabar en el vertedero, tan rojo como la respiración entrecortada del deseo contra la pared a escasos pasos de la cama, tan rojo y tan denso como el olor de dos cuerpos retorciéndose entre las sábanas, tan rojo como el aire que queda entre las manos unas décimas antes de subir la falda de tus sueños, tan rojo como los labios que no te sacian la sed más desastrosa, tan rojo como las ganas de perder la cabeza y empezar otra vez....Por eso, y por mucho más, la ciudad se devoraba a sí misma en mitad de la madrugada, pero alguien volvía a susurrar, esta vez en mitad de una enorme avenida...."estoy calado"....; porque hay cosas que llegan después, pero de las que no queremos desprendernos porque se convierten, desde ese mismo instante, en imprescindibles, aunque haya otras que llegaron antes. Y no siempre hablo de canciones.

Resonando: La cajita de música_Quique González
* Para leer la crónica de verdad del concierto, la maestra, Vega.

20 abril 2008

Ni lo imaginan


Nadie sabe nada, ni siquiera lo sospecha. Tú eres tú, y yo soy yo. Como siempre, pero ahora quizá sea diferente.
Nadie sospecha nada cuando discutes entre esas paredes opacas y sale tu cabezonería juguetonamente disimulada, y buscas alternativas para encontrar una solución a algo absurdo. Nadie sospecha nada cuando te levantas despacio de la reunión y ocho o diez ojos te siguen hasta la puerta. Cuando caminas entre las mesas repletas de papeles y llegas hasta tu sitio, junto a esa ventana por la que te gusta mirar porque dices que te resulta placentero ver, en silencio, los tejados de la ciudad.
Tu compañera ni siquiera lo imagina cuando vais hacia algún restaurante y te dice otra vez aquello de "si sigues tan sola, vas a acabar amargándote, como el gilipollas de nuestro jefe".
Como tampoco lo imaginan tus amigas cuando después de la clase en el gimnasio en que no habéis hecho ni caso tomáis algo rápido de cena y os ponéis al día y tú no cuentas nada de algunas cosas, pero las escuchas con atención.
Ni aquellos tipos que te miran leer un libro en un rincón casi apartado de aquel café cerca de la oficina, y que utilizas a veces para aislarte de tanto jaleo.
No lo imagina la señora tan simpática que te saluda cada mañana al salir del portal, ni el tipo gracioso del quiosco, ni la muchacha de la recepción, ni los que te observan mientras tomas el asqueroso café de la máquina a primera hora, ni tu compañero sentado al otro lado del cristal, ni tu hermana cuando te pide consejo para cualquier cosa que se le ha ocurrido, o esos dos tipos que desde el otro lado de la mesa de reuniones te miran la frontera delicada que marca el último botón abrochado de tu camisa blanca.

Sólo lo sospecha la puerta del ascensor al abrirse, el sonido de las llaves cuando las sacas del bolso o el crujido leve de la puerta al cerrarse. El bisbiseo sordo al descalzarte, el cojín del sofá en el que dejas el abrigo, la madera que rozas con los pies descalzos mientras te acercas al dormitorio donde en grandes números rojos, un despertador te susurra lo tarde que es. Sólo lo sospechan esas cosas, y sólo lo sé yo, cuando te acurrucas a mi lado, ahuecando el edredón para colar tus manos y ponerlas sobre mi pecho mientras me dices al oído, después de haberme besado en el cuello, "me basta con saber que estás aquí, esperándome llegar, para que todo lo demás no importe demasiado".

Resonando: In journey_Gustavo Santolalla
*Fotografía de John Foxx

16 abril 2008

De momentos en semáforos y la ciudad al fondo

La ciudad puede ser tan grande como uno quiera, aunque a veces se haga enorme sin pretenderlo. Y en cambio, en otras ocasiones, puede llegar a ser breve, pequeña, manejable, cotidiana.

A una misma hora, un jueves cualquiera, industrialmente lento y aséptico, se pueden recorrer múltiples escenas que suceden a un tiempo, aunque sean tiempos que saben diferente, que se guardan diferentes en paladares irreconocibles.

En una esquina de una calle del centro hay un tipo que hace pasar los minutos antes de entrar en una reunión y mira sin prestar atención el movimiento pesado de cada coche adentrándose en la mañana de la ciudad, con el cielo encapotado. Una mujer enciende un cigarro mientras mete la primera para avanzar unos metros hasta que el semáforo se vuelve a poner rojo y su coche se pierde por las vísceras de la ciudad. Un tipo hace aspavientos sobreactuados mientras un taxi revolotea delante de su coche, la ciudad se mueve, lentamente, mientras él, el tipo que hace tiempo en esa esquina, no se fija en nada concreto.
De pronto ve aparcar una moto, y de ella desciende una mujer con la que soñaría cualquiera. Se miran a los ojos unos segundos, intercambian unas pocas frases, y él se vuelve camino de la reunión que le retendrá toda la mañana.

En otro punto de la ciudad, unos ojos claros separan por un instante su atención de una pantalla y miran con fijeza a la chica sentada a su lado, para preguntarse con cierta desidia si merecerá la pena volverse loco a estas alturas y dejar a su mujer por ella.

En otra avenida atestada, mientras los minutos caen al ritmo del rojo, el ámbar y el verde, una chica piensa si realmente su relación está tan herida como parece, si merece la pena seguir peleando un poco más. Él es buena persona. Y el semáforo cambia a verde.

Hay una ventana abierta junto a un parque en mitad de la ciudad, y un tipo, levemente asomado a ella, intenta terminar una conversación que siempre quiso que no llegase, pero donde ella le acaba de decir que no va a regresar desde el otro lado del océano. El cielo empieza a descargar lluvia. Ese tipo cuelga el teléfono y cierra la ventana. El ruido del tráfico no le deja pensar.

Varias horas después, casi como si hubiese pasado el mundo, el tipo que hacía tiempo antes de entrar en la reunión cenará con la chica que medía sus fuerzas delante de un semáforo, mientras el tipo que ya echa de menos a alguien al otro lado del océano se cruzará en una calle con el tipo que piensa en dejar a su mujer, y se lo contarán el uno al otro.

Mientras se acurruca bajo el edredón, en silencio, el tipo que hacía tiempo a primera hora de la mañana en el centro de la ciudad, piensa que a veces todo parece unido por un leve hilo extraño. Ha cerrado el mail en el que un amigo le cuenta algo sobre su novia que a estas horas ya no lo es porque no va a volver desde ese país al otro lado del mundo, y algo sobre otro amigo que está pensando en dejar a su mujer. Tiene en la cabeza las últimas frases de su amiga que no sabe si seguir peleando un poco más o darse por vencida.

Apaga la luz, ve el reflejo de la lluvia sobre su cabeza y comienza a quedarse dormido con esa pregunta en la cabeza. "La mujer de la moto, al final, no me ha llamado, ¿sería un farol?".

Resonando: Relocos y recuerdos_Luis Ramiro

11 abril 2008

Le falta algo

Es de esos temas pendientes que a veces tiene uno deshilachados y no los recuerda casi. Sin saber muy bien ni cómo ni porqué se reactivan, aparecen, se hacen ciertos y tienes que hacer el esfuerzo de remontar tus ganas hasta otro invierno que sonaba parecido pero no era igual. Acuerdas las reglas del partido y vas para allá, con la duda entre los labios y la atención desvaída.

MIentras se escucha en el pasillo con fuerza de gravedad propia el sonido apagado de una puerta, eres capaz de recrearte en dos ideas que parecen contrarias y sin embargo se seducen entre sí. El deseo no nos engaña, sólo que en ocasiones le llamamos así, pero no vas más allá de un capricho mal calibrado, por eso es cuestión, únicamente, de escucharse a sí mismo al mirar más allá. Y sin embargo, aunque a veces haya alguien que consigue rellenar en la columna del si, casi todas las casillas de compatibilidad, acaba rellenando en no las importantes y por supuesto imprecisas.

Por eso la respuesta exacta, que no lo parece, a la pregunta insistente del sábado por la mañana es la esperada para el no, no sé, pero falta algo.

Y en esa dicotomía de contrastes absolutamente imprecisos vamos transitando los que no acudimos a clase el día que explicaron con detalle la forma correcta de dar explicaciones.

- ¿Por qué no te gusta? --> No sé, le falta algo.

- ¿Por qué te gusta? --> No sé, tiene algo.

A pesar de la insistencia, vuelvo a rescatar un párrafo casi perfecto leído recientemente:


"Aparece una pereza retrospectiva respecto al tiempo en que amábamos o nos desvivíamos o nos exaltábamos o nos angustiábamos, uno se siente incapaz de volver a prestar tanta atención a alguien (...), y en la asentada ausencia de alerta halla uno, un enorme descanso". Tu rostro mañana. Javier Marías.

Resonando: No government_Nicolette

05 abril 2008

Otro

A veces me parece tan evidente que me da la sensación de haber sido un grandísimo torpe durante demasiado tiempo. Si, a lo mejor no resulta tan obvio al mirarlo parcialmente, pero es así, como eso que no se puede negar, como eso que sueltas a las tantas de la noche en el oído amable de una amiga y te niega que sea cierto aunque a ti te resulte casi matemático.

Solía ser un tópico manoseado desde hace muchos años, en charlas convencionales, hipócritas, oscuras, pero las cosas cambian y también las etiquetas, los modos, las maneras, las formas. Y a pesar d etodo nos negamos a ver lo que ya está ahí desde el primer día, lo que de una manera translúcida llega en el primer minuto del viaje casi, aunque de esa forma de verlo ya he hablado en otra ocasión, así que no insistiré por esa senda.

Por eso fue como un chispazo repentino, como un vendaval rápido y aséptico, preciso, una llamarada evidente y diligente en medio de otra noche perdida en las ganas de no volver a casa de un buen amigo. Lo vi claro mientras los cubitos de hielo marcaban las tantas en aquel vaso.

Él agachaba la cabeza mientras me decía que no quería volver aún porque así retrasaba lo que sabía que se encontraría, así podía fingir un rato más que su novia lo seguía siendo, así no tendría que enfrentarse todavía a que ella le dejase. Lo repitió muchas veces, quizá tantas como el número de pasos trastabillados que le conté mientras le acompañaba hasta su casa.

Quizá no me pedía una respuesta como esa cuando se detuvo en la puerta y me preguntó de manera deslavazada si yo creía que todo iba a salir bien. Quizá esperaba algún tipo de frase típica que te alivia un estricto segundo inmediato y luego puedes tirarla por el desagüe, quizá esperaba que le diese algún consejo de esos que proporcionan los que saben hacer las cosas bien, pero no le dije nada de eso.

Sólo me detuve y le respondí con algo que había entendido unas horas antes sobre mí mismo, de repente, como si no fuese evidente.

"Sube y termínalo, no le des más vueltas. Sabes, es siempre mejor hacer las cosas desde el lugar preciso, desde la primera fila, aunque duela o sea complicado, porque no hay nada más contaminante y venenoso, incluso a largo plazo, que darte cuenta de repente de que has sido el otro para las últimas tres mujeres que te han importado. Y tres mujeres son mucho tiempo".

Resonando: Creep_Radiohead