En las esquinas de un acantilado, en una madrugada muy larga, tanto que mostraba ya los tonos violetas del mar delante suya, sacó de su bolsillo ese reloj de arena que había hecho con sus propias manos unos cuantos días antes, al llegar a aquel pueblo.
Lo miró lentamente, sonriendo al volver a acordarse de porqué, nada más llegar a ese pueblo blanco rodeado de piedras negras, quiso construirlo.
Recordó aquel ombligo, el suave tacto acaramelado que le ofreció aquella noche demasiado lejana ya, y cómo, entre los dos, habían ido rompiendo las fronteras invisibles, creando mapas nuevos que sólo se podían recorrer con palabras que les pertenecían a los dos, a ella por su forma de reírse siempre, a él, por seguir creyendo que no todo estaba perdido, que todavía quedaban puzzles cuyas piezas encajaban solas.
Apoyó el reloj a su lado, mientras el cristal seguía dejando pasar la luz extremadamente tenue, y los granos caían despacio de la parte superior a la inferior. Se sentó sobre una pequeña piedra, y volvió a mirar al horizonte, encharcándose los ojos de toda aquella agua que le rodeaba. A su derecha, si alargaba un poco el cuello, podía ver las esquirlas brillantes que cada doce segundos marcaban la respiración de ese faro pintado de blanco y azul. A su izquierda, bajo la colina sobre la que en ese momento estaba, se adivinaba, entre la oscuridad que empezaba a deshacerse, las pocas casas del pueblo al que llegó por casualidad buscando un sitio perdido donde pudiese seguir purgando su cerebro de esa cantidad ingente de malos entendidos y caos acumulado durante demasiados meses consecutivos.
El sonido de las olas rompiendo con diligencia y cuidado sobre la orilla, las huellas en la arena que quedaban sólo, escasamente, unos minutos hasta que el agua las deshacía, el sordo rumor del mar aquella tarde durante aquella excursión en esa barca roja con nombre de sueños, el sonido de aquellos ingredientes cocinándose muy despacio en los fogones de esa casa donde había pasado esos días y toda la tarde por delante sin planes concretos que empañasen las charlas eternas que se prolongaban más allá del día siguiente y ese grupo perfectamente identificado de recuerdos asomando a cada poco rato a sus labios mientras compartía cualquier charla en una cena lenta con unos amigos.
Miró de nuevo el reloj de arena, que como había previsto, terminaba su vuelta justo en ese momento. No quedaba ni un grano más sobre la burbuja superior. En ese momento toda la arena estaba abajo, en la parte inferior, esperando, tranquila y sosegada. Volvió a sonreír pensando que uno no puede empeñarse en construir estructuras que no llevan a ningún sitio, complejas, con mil elementos y funcionalidades, con diversos engranajes y ruedas dentadas que hacen girar otras ruedas....es un empeño vano y sin final. A veces, de la manera más inesperada y acogedora, te cruzas con quien debes, y todo encaja, mecanismos sencillos que funcionan a la perfección, mundos exclusivos donde sólo caben dos, pero parecen la humanidad entera. En ocasiones los olvidamos en un cajón por necesidad, pero con el tiempo suficiente, muchos meses, y varias estaciones, sonreímos al comprobar lo sencillo que puede llegar a resultar encontrarse en el punto exacto donde todo empieza.
Recogió con cuidado el reloj de arena y lo sostuvo horizontal en su mano derecha, lo conservaría por si alguna vez podía regalárselo a quien lo había inspirado. Se puso en pie y caminó despacio por aquella senda empedrada que le devolvía al pueblo. Al llegar a la puerta de aquella casa, sus amigos ya habían recogido todo y lo habían guardado en el coche. No le dijeron nada, sólo le miraron con otra sonrisa en sus labios y uno de ellos le preguntó, "¿volvemos?".
Recordó aquel ombligo, el suave tacto acaramelado que le ofreció aquella noche demasiado lejana ya, y cómo, entre los dos, habían ido rompiendo las fronteras invisibles, creando mapas nuevos que sólo se podían recorrer con palabras que les pertenecían a los dos, a ella por su forma de reírse siempre, a él, por seguir creyendo que no todo estaba perdido, que todavía quedaban puzzles cuyas piezas encajaban solas.
Apoyó el reloj a su lado, mientras el cristal seguía dejando pasar la luz extremadamente tenue, y los granos caían despacio de la parte superior a la inferior. Se sentó sobre una pequeña piedra, y volvió a mirar al horizonte, encharcándose los ojos de toda aquella agua que le rodeaba. A su derecha, si alargaba un poco el cuello, podía ver las esquirlas brillantes que cada doce segundos marcaban la respiración de ese faro pintado de blanco y azul. A su izquierda, bajo la colina sobre la que en ese momento estaba, se adivinaba, entre la oscuridad que empezaba a deshacerse, las pocas casas del pueblo al que llegó por casualidad buscando un sitio perdido donde pudiese seguir purgando su cerebro de esa cantidad ingente de malos entendidos y caos acumulado durante demasiados meses consecutivos.
El sonido de las olas rompiendo con diligencia y cuidado sobre la orilla, las huellas en la arena que quedaban sólo, escasamente, unos minutos hasta que el agua las deshacía, el sordo rumor del mar aquella tarde durante aquella excursión en esa barca roja con nombre de sueños, el sonido de aquellos ingredientes cocinándose muy despacio en los fogones de esa casa donde había pasado esos días y toda la tarde por delante sin planes concretos que empañasen las charlas eternas que se prolongaban más allá del día siguiente y ese grupo perfectamente identificado de recuerdos asomando a cada poco rato a sus labios mientras compartía cualquier charla en una cena lenta con unos amigos.
Miró de nuevo el reloj de arena, que como había previsto, terminaba su vuelta justo en ese momento. No quedaba ni un grano más sobre la burbuja superior. En ese momento toda la arena estaba abajo, en la parte inferior, esperando, tranquila y sosegada. Volvió a sonreír pensando que uno no puede empeñarse en construir estructuras que no llevan a ningún sitio, complejas, con mil elementos y funcionalidades, con diversos engranajes y ruedas dentadas que hacen girar otras ruedas....es un empeño vano y sin final. A veces, de la manera más inesperada y acogedora, te cruzas con quien debes, y todo encaja, mecanismos sencillos que funcionan a la perfección, mundos exclusivos donde sólo caben dos, pero parecen la humanidad entera. En ocasiones los olvidamos en un cajón por necesidad, pero con el tiempo suficiente, muchos meses, y varias estaciones, sonreímos al comprobar lo sencillo que puede llegar a resultar encontrarse en el punto exacto donde todo empieza.
Recogió con cuidado el reloj de arena y lo sostuvo horizontal en su mano derecha, lo conservaría por si alguna vez podía regalárselo a quien lo había inspirado. Se puso en pie y caminó despacio por aquella senda empedrada que le devolvía al pueblo. Al llegar a la puerta de aquella casa, sus amigos ya habían recogido todo y lo habían guardado en el coche. No le dijeron nada, sólo le miraron con otra sonrisa en sus labios y uno de ellos le preguntó, "¿volvemos?".
Abrió la puerta del coche, respiró hondo mirando desde lejos de nuevo el viejo faro en la punta oeste de aquel punto del mapa y arqueó su sonrisa al reconocer en la memoria de su olfato el olor aquel que tiene guardado entre los dedos. "Si, ahora podemos volver".
Resonando: Paris sunrise #7_Ben Harper
Resonando: Paris sunrise #7_Ben Harper