12 abril 2009

Midiendo la hora en los costados

Quizá su atractivo precisamente esté en esa fugacidad de la que se nutre, en lo intangible de esos instantes, de esas pocas horas, quizás ni siquiera llegan a ser más de dos. Llegar a tu ciudad después de un viaje, y hacerlo en mitad de una madrugada, en esa franja leve y casi transparente que precede al amanecer, cuando la ciudad no se ha despertado, cuando las ausencias son significativas, y las aceras están más vacías que de costumbre. Los bolsillos repletos de sueño, los ojos brillantes, los hombros algo aletargados, aparcar el coche para que un par de amigos se bajen, una breve despedida casi en susurros, como si subir el tono de voz en ese momento fuese a despertar a los pocos vecinos que han permanecido en los edificios. Una frase desde el portal, y una sonrisa cómplice, con cierta amargura pero agradecida en cualquier caso. Notas el frío, que en estos primeros momentos puede desentumecerte, espabilarte lo suficiente, y hacerte ver que la camiseta que llevas puesta es demasiado poco todavía. Arrancas de nuevo, y conduces despacio entre avenidas y semáforos que cambian de color y parecen ser los únicos testigos mudos de la madrugada, junto contigo. Una risa espontánea por algo que acabas de recordar y una sensación ya habitual de verte con cierta perspectiva cómo, de nuevo, te ríes sólo por algo que has recordado sin querer. Acordarse de alguien también de repente, al girar a la izquierda en una calle conocida, y pensar, mientras el semáforo te da las buenas noches y buscas una canción concreta para que suene muy alta, que quizá esos relojes internos que todos tenemos agarrados a los costados raramente se ponen en hora, y por eso caminamos casi siempre impuntuales, y que lo único que hay que hacer en momentos así es decidir, tomar decisiones, casi siempre complicadas, para atravesar otras avenidas y girar en otras esquinas, y no mirar atrás y lamentarse de las normas tan mal establecidas para medir los tiempos.

Cuando te encaminas inexorablemente hacia ese túnel que recorre como una cesárea el estómago de la ciudad, al fondo, por encima del hormigón, de algunos árboles, y de la cresta de los edificios más altos, se puede atisbar con cierta delicadeza el inicio rosado de la luz que dentro de unos cuantos minutos ya cubrirá del todo esta ciudad. Procuras salir antes de que ese hilo gaseoso de color se extienda demasiado, y con el mismo regusto con que la dejaste hace unos días, la recorres caminando ahora, con los auriculares sonando muy fuerte para que no puedas escucharte pensar, y el silencio que no escuchas empujando tus talones más allá de la hora que marca impasible el descorazonador reloj que no utilizas.

El pasillo que sigue sin gravedad desde que eres casi capaz de recordar, te saluda inquietantemente esquivo, mientras resoplas un par de veces como modo más directo de buscar el colchón de los días impares donde no se celebran fiestas, pero se velan madrugadas. En lo párpados, lo que se queda flotando unos segundos antes de quedarte dormido, es esa tela de gasa translúcida que tiene siempre la ciudad durante unos pocos minutos justo antes de amanecer, cuando parece que todo puede cambiar, para seguir igual.

Resonando: Catch the light_Sin Fang Bous

2 comentarios:

Tita dijo...

Tal y como nos cuentas, duele menos volver a la vida real. Bienvenido.

Besos nocturnos

Iraultza dijo...

Según se mire...hay días que si y días que no...pero como todo, mañana será distinto...seguro!
Besos tan nocturnos como los tuyos.